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domingo, noviembre 24, 2024

Superioridad moral

Federico Berrueto

Sea en un plano autoritario o democrático, el liderazgo parte de la convicción de que todo es cuestión de voluntad. Ciertamente, la voluntad es suficiente para destruir, pero no tanto para edificar, resolver problemas, superar dificultades o cumplir con las expectativas del voto. El liderazgo transformador implica acabar con lo malo y a partir de la claridad de propósito sumar voluntades para construir un mejor mañana.

La superioridad moral con facilidad muta en soberbia que es el tema de nuestros días; es el eje de los populismos en el poder. Soberbia moral es el recurso para diferenciarse de los adversarios y también de los fantasmas del pasado. En eso son iguales Boris Johnson, Donald Trump, Jair Bolsonaro, Gustavo Petro, López Obrador o Javier Milei. Derechas o izquierdas hacen del agravio social un recurso útil para convocar y movilizar electoralmente al pueblo.

Se trata de ganar a través del voto licencia, lo que a la postre se vuelve cheque en blanco de proyectos que se refugian en las intenciones a manera de deslindarse de los malos resultados. Lo más pernicioso es que en nombre de la causa se minan las bases del sistema democrático, los derechos, los contrapesos y cualquier forma de resistencia social, como la libertad de expresión o la tarea que realiza la oposición.

Soberbia moral y voluntarismo reciben el beneplácito de muchos, es un discurso perfecto para ganar votos y la voluntad mayoritaria. Respuestas fáciles a problemas complejos, especialmente que no involucren costos propios y que recreen las fijaciones sobre el poder y el rencor social. Que quienes gobiernen de una vez por todas se erijan no en representantes de la república diversa y plural sino en ángeles vengadores y, de ser posible, exterminadores. No debe olvidarse que los fascismos nacen, crecen y se solazan al amparo de la causa superior y del liderazgo sin límites.

Un entorno democrático genera sus anticuerpos ante la amenaza autoritaria. Los contrapesos institucionales, la libertad de prensa y las diferentes formas de contención al abuso del poder son garantía. Finalmente, se confía en que la democracia podrá solventar la temporalidad populista porque siempre el proyecto descansa y depende del personaje. Los populismos, democráticos o no, se bautizan con el nombre del líder: obradorismo, marcartismo, chavismo, trumpismo, castrismo.

El problema se hace presente cuando la democracia no ha cobrado fuerza o arraigo en la sociedad. Allí el personaje electo en nombre de la causa se impone sobre todo y todos. Con el aval o complacencia de la población, de los grupos de interés y de ciudadanos que prefieren la condición de súbditos, se procede al desmantelamiento de la institucionalidad democrática calificada de indeseable, y las reglas, entidades y principios se asumen funcionales al enemigo, aquello que frena e impide que prospere la causa justiciera.

En el caso de México no debe sorprender el curso militarista del proyecto populista. La verticalidad y la disciplina castrense va de la mano del voluntarismo. López Obrador es rehén de sus fijaciones; una de ellas, la necesidad de obediencia, sobre todo si es acompañada de una supuesta eficacia y probidad. Así, frente a la burocracia civil los militares son solución, desde los altos oficiales a la tropa, -pueblo uniformado- y un recurso útil más para el ejercicio del poder que para el desempeño en el gobierno.

El consenso que respalda al proyecto populista da para dos cosas: por una parte, destruir los límites, desacreditar a los independientes y arrinconar a los adversarios para ejercer el poder sin contención. Por la otra, destruir o minar a las instituciones propias del arreglo democrático. No conspirará contra el voto porque es la fuente de su legitimidad, pero sí contra las condiciones para que la contienda se desarrolle en condiciones justas y equitativas.

Las cuatro propuestas de cambio constitucional del presidente López Obrador se orientan hacia tal objetivo: militarización plena de la seguridad pública; excluir de la representación política a las minorías; acabar con la independencia del INE mediante la elección popular de los integrantes del Consejo y terminar con la autonomía del Poder Judicial y de la Suprema Corte de Justicia de la Nación con la designación popular de ministros, magistrados y jueces a manera de que todo sirva a la causa cuya superioridad moral se asume incuestionable.

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