Adrián García Aguirre / Cdmx
*Historia del rapto del monolito de Coatlinchán.
*Madrugada triste en el Museo Nacional de Antropología
*La famosa escultura llegó a la capital bajo un aguacero.
*Apareció en la antigua Tenochtitlán el 16 de abril de 1964.
Una tormenta de madrugada cubría la Ciudad de México el día en que arribó la estatua pétrea venida desde San Miguel Coatlinchán, Estado de México, el 16 de abril de 1964: mientras el monolito de Tláloc era transportado al recién inaugurado Museo Nacional de Antropología, los capitalinos vivieron una de las tormentas más fuertes de ese año.
Atado por cuerdas, antes de llegar a su destino final en Chapultepc, la pieza de más de ciento sesenta toneladas fue llevada alrededor del Zócalo de la Ciudad de México en un transporte que parecía de carnaval, y se recuerda que, desde las banquetas húmedas, la gente se paró a verla en medio de un silencio triste, como si siguieran con la mirada una carroza fúnebre.
El monolito de Tláloc venía de su pueblo, originalmente llamado “lugar de las serpientes” en traducción del náhuatl, del que arribaba luego de un trayecto relativamente largo de cerca de medio centenar de kilómetros.
Aunque la pieza descomunal fue trasladada “con el fin de enriquecer una de las colecciones arqueológicas más impresionantes y valiosas del continente americano“, según la versión oficial- los habitantes de la localidad se lamentaban por la pérdida del dios cuatro ojos del agua.
“Nos robaron a Tláloc”, exclamó un lugareño antes de que la deidad partiera de su sitio de origen, lamentándose de que, sin su presencia, ya no habría quién condujera las corrientes de agua que bajan de la Sierra de Texcoco.
El monolito fue encontrado, de acuerdo con el acervo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), a cincuenta kilómetros de la capital mexicana sobre el fondo de un arroyo seco, acostado de espaldas, recubierto de tierra, polvo y hierbas.
Para poder transportarlo, fue necesario cavar un pozo de tres metros de profundidad, de manera que la pieza pudiera montarse sobre vigas y cables de acero, y mover así esa escultura de siete metros de altura.
“La maniobra no fue sencilla, sino al contrario: se necesitaron camiones y la fuerza de al menos diez obreros para poner al monolito sobre un remolque con cuatro decenas de ruedas; pero la tristeza de los pobladores de Coatlinchán miraron a su dios partir con rabia contenida y tristeza profunda.
El profesor Fernando Benítez -quien dedicó más de la mitad de su vida a defender, rescatar y a escribir sobre los indios de México-, fue testigo de aquel episodio que tanto dolió a los pobladores: “Todos humedecieron la tierra con sus sollozos. Ese día, no llovió en el Estado de México”, expresó el escritor a modo de epitafio.
Benítez escribió en el suplemento de la revista Siempre! -dirigido por él por más de quince años- que no fue sino hasta que la pieza llegó a la Ciudad de México que se desató una lluvia torrencial sobre ella.
“De acuerdo con los registros del Museo Nacional de Antropología, los pronósticos meteorológicos no consideraban que aquel 15 de abril fuera un día particularmente húmedo”, refirió Fernando Benítez en una crónica memorable, testimonio dramático de un pueblo del oriente mexiquense.
A las tres de la madrugada, sin embargo, una cortina de agua limpió las calles de la capital, al paso del dios atado con cables de acero, pero la lluvia no cesó hasta después de una hora y media después de abatirse sobre la antigua capital del imperio más poderoso de Mesoamérica
Tláloc fue conducido a través de las arterias de la capital, ingresando a ella al amanecer transportado a lo largo del Paseo de la Reforma, una de las arterias más icónicas e importantes de la urbe, hasta llegar a la plancha del Zócalo.
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