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sábado, noviembre 23, 2024

“El neonazismo, pretexto para invadir Ucrania”

Rajak B. Kadjieff / Moscú

*Consideraciones críticas de la doctora Dorothea Krinsky.
*Nación invadida por órdenes de un falso redentor.
*El antifascismo fue visto a través de la batalla de Stalingrado.
*Svetlana Aleksiévich dice que la guerra no tiene rostro de mujer.

“La lucha contra el neonazismo fue un pretexto y una justificación de la Unión Soviética para invadir Ucrania; sin embargo, una historia de las declinaciones del antifascismo ruso, la persistencia de una conciencia guerrera e imperial, y los vínculos con las extremas derechas europeas debilitan la retórica del Kremlin y sus defensores fuera de Rusia”.
Dorothea Krinsky, catedrática de la Universidad Estatal de Moscú, sintetiza en esos tres postulados su análisis para referirse a Rusia como ejecutor de una llamada Operación Militar Especial, y de Ucrania que se considera nación invadida por órdenes de un falso redentor.
La investigadora pronuncia una frase demoledora para explicarse: “En la escuela nos enseñaban a amar la muerte”, y cita a la periodista y escritora bielorrusa, ganadora del Premio Nobel de Literatura, Svetlana Aleksiévich, para referir que la guerra no tiene rostro de mujer.
Solamente así es posible entender que el antifascismo en la Unión Soviética, tenue y engañoso, haya llegado a ser visto a través de la batalla de Stalingrado y de la bandera roja que ondeó sobre el Reichstag el 9 de mayo de 1945 como el baluarte antinazi por excelencia.
Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial era todavía una herida abierta cuando Iósif Stalin ordenó el asesinato de los dirigentes del Comité Judío Antifascista de su país, que había organizado la solidaridad de la comunidad judía internacional con la Unión Soviética durante la guerra: “fueron asesinados por ser judíos y por ser antifascistas”.
Para la doctora Krinsky, los rusos están ante la más inimaginable de las victorias póstumas del nazismo: “El antisemitismo era la columna vertebral del nazismo. El neonazismo en Occidente se ha visto obligado, si no a eliminar ese aspecto, al menos a silenciarlo, sin dejar de ser profundamente racista y conservando el culto a la fuerza y a la violencia.
Frente a estos componentes no existió una labor educativa seria en la Unión Soviética, tanto más necesaria cuanto que se habían heredado valores similares de la época zarist: “El Holocausto fue reconocido como tal solamente después de la disolución de la nación en 1991”.
Hay que señalar que el antisemitismo fue a veces alimentado y fomentado por las autoridades, y detrás de la retórica del internacionalismo, la política interna real mantuvo la violencia como condición de vida.
Se revitalizaron en una parte quizá mayoritaria de la población rusa los valores imperiales y coloniales, como la autoconciencia de la superioridad nacional rusa sobre los otros pueblos que la integraron y sus vecinos.
Hasta el lenguaje oficial soviético lo atestiguaba: así, por ejemplo, el 31 de octubre de 1939, dos meses después del pacto entre Adolfo Hitler y Iósif Stalin, Viacheslav Molotov –ministro de Asuntos Exteriores y mano derecha del zar rojo– justificó la ocupación de Polonia.
Puso en duda su existencia como Estado y unificó a las tropas alemanas y soviéticas en la misma tarea: “Un ataque a Polonia por parte del ejército alemán y luego por parte del Ejército Rojo fue suficiente para no dejar nada de ese monstruoso Tratado de Versalles, que vivía de la opresión de las nacionalidades no polacas”.
Dorothea Krinsky considera que no hay entonces que asombrarse de la desconfianza y los sentimientos antirrusos en las demás repúblicas de la Unión Soviética y entre sus vecinos.
Cualquiera que lea las declaraciones de Vladímir Putin sobre el no derecho a la independencia de Ucrania y la ilegitimidad de su nacimiento como Estado, no debería extrañarse ni de que sus frases y las de Molotov sean casi idénticas, ni del miedo que Rusia imperial, la soviética y la actual, infunde en los pueblos geográficamente cercanos.
Krinsky habla de la existencia de una amplia literatura sobre esas cuestiones, y basta con mencionar episodios como el exterminio de los cuadros políticos e intelectuales nacionales, las deportaciones colectivas de pueblos tártaros, coreanos, kalmyks, chechenos e ingushos, y la consiguiente rusificación de sus territorios o la práctica de nombrar a un ruso como número dos en los partidos comunistas que gobernaban las demás repúblicas de la Unión Soviética.
Parte de las elites culturales rusas y soviéticas estuvieron lejos de ser impermeables a estas actitudes racistas y compartían una misma visión imperial de los pueblos vecinos: un poeta ruso, Premio Nobel como Svetlana Alekseiévna y disidente expulsado de la Unión Soviética, se desprendió físicamente de la variante soviética del imperio; pero conservó su matriz aun después de la disolución de 1991.
En un encuentro literario internacional en 1992, cuando ese poeta saludaba y abrazaba a sus compatriotas, le presentaron a la gran escritora ucraniana Oksana Zabuzhko.
Entonces, desde las alturas imperiales de la ilusoria y colonialista identidad eslava; es decir, rusa, el poeta ruso, con una sonrisa y una mirada depredadora, se limitó a pronunciar cuatro lacónicas: “¿Ucrania? ¿Dónde queda eso?”.

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