Federico Berrueto
Existen muchas formas de criminalizar con fines políticos. Donald Trump lo hace de manera burda: afirmó que entre los migrantes indocumentados hay millones de criminales, una falsedad absoluta. Durante la campaña presidencial pasada, incluso el candidato a vicepresidente J C Vance difundió una historia grotesca, que en Springfield, Ohio migrantes robaban mascotas para comérselas. Los datos demostraron su falta de sustento. El alcalde del lugar aludido, Rob Rue —republicano—, desmintió a la campaña de Trump, al afirmar que los migrantes señalados, en su mayoría de origen haitiano, no eran ilegales y eran valorados por la comunidad por su trabajo y conducta cívica.
López Obrador también recurrió a la criminalización, aunque de forma menos frontal y con un evidente cálculo político. Su eje fue la corrupción. Señalarla como tal es imputar un delito, la utilizó selectiva y permisivamente para deslegitimar a adversarios y justificar decisiones clave, entre otras, la cancelación del aeropuerto de Texcoco, el nuevo sistema de compra de medicamentos, la eliminación del Seguro Popular, la desaparición de la PFP, la disolución de órganos autónomos y el desmantelamiento del Poder Judicial Federal y de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En todos estos casos hizo suyas las ideas preconcebidas de que todos los funcionarios son corruptos, lo que facilitó superar resistencias sociales y políticas. La corrupción es realidad, pero es muy distinto generalizar, imputar, sacar provecho político y terminar no haciendo nada contra los supuestos o presuntos corruptos.
Otra forma de criminalizar fue el discurso de atribuir la inseguridad pública a la pobreza, particularmente entre los jóvenes. Esta narrativa traslada la responsabilidad delictiva del Estado a la sociedad —o, más precisamente, al sistema económico. Pero no hay evidencia que respalde esta tesis. Las zonas más pobres no son necesariamente las más violentas. De hecho, los focos del crimen organizado suelen ubicarse en regiones con desarrollo económico medio. Tampoco el perfil de los delincuentes confirma que la pobreza —ni siquiera la desigualdad— sea la causa principal del delito. La razón elemental de la conducta delictiva es la impunidad, cuando el criminal no enfrenta las consecuencias de su acción aviesa.
En su tramo final, López Obrador llegó a sostener que las adicciones eran responsables de las matanzas de jóvenes, refiriéndose específicamente a Guanajuato, versión hecha propia la presidenta Sheinbaum. Sin embargo, los jóvenes ejecutados no eran delincuentes ni adictos. Además, decir que en Guanajuato hay violencia por las adicciones no sólo es temerario, sino una falsedad ya que no existe evidencia que respalde tal afirmación. Además, postergar reiteradamente la Encuesta Nacional de Adicciones sugiere un intento de ocultar datos y evitar asumir responsabilidades.
A la obsesión por criminalizar se suma una dolorosa realidad: la impunidad. ¿Cuántos empresarios o exfuncionarios fueron investigados, procesados o sentenciados por la supuesta corrupción en el aeropuerto de Texcoco? Ninguno. De hecho, varios empresarios fueron indemnizados y contratados en nuevas obras durante el sexenio. ¿Y cuántos responsables por irregularidades en la compra de medicamentos o por desvíos en el Seguro Popular enfrentaron consecuencias? Tampoco hubo sanciones.
Resulta más sencillo lanzar acusaciones mediáticas que cumplir con la obligación legal de denunciar un delito. El presidente no solo fue omiso, sino que, teniendo a su disposición instrumentos como la Unidad de Inteligencia Financiera o recursos de inteligencia criminal, permitió que la impunidad creciera. Bajo ese contexto, no sorprende que durante su gobierno aumentaran tanto la corrupción y la violencia.
Criminalizar debería ir de la mano con la responsabilidad de presentar denuncias y evidencias. El deterioro de la palabra de los políticos no debe ser pretexto para lanzar acusaciones frívolas o sin fundamento. Para eso existen el Ministerio Público y el Poder Judicial.
Hoy, la criminalización se ha convertido en una obsesión, porque permite al poder proyectar una supuesta superioridad moral. Durante las conferencias matutinas del presidente, abundaron más los señalamientos incriminatorios contra ciudadanos —como periodistas acusados de corrupción— que contra delincuentes confesos o prófugos. Pese a sus constantes acusaciones y descalificaciones, es difícil recordar que López Obrador señalara directamente a algún narcotraficante, más allá del caso del exsecretario de Seguridad de Felipe Calderón, que fue utilizado con un ostensible sentido político. Por cierto, las acciones contra criminales tuvieron lugar en EU y no en México.
La criminalización dejó de ser una herramienta para combatir el delito; se ha transformado en un recurso para anular al adversario, al crítico y al observador independiente.
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