Fernando Irala
Con una lentitud que excede la tradicional parsimonia de los procesos que tienen que ver con la justicia, la congregación de los Legionarios de Cristo ha dado a conocer su informe final sobre los abusos sexuales que cometieron tanto su fundador como otros sacerdotes de la cofradía.
A más de una década desde el fallecimiento de Marcial Maciel, el líder religioso acusado, y a más de dos desde que las primeras denuncias se conocieron, finalmente hay un reconocimiento pleno y un intento de compilación del mal causado a niños y adolescentes, quienes buscaban su preparación religiosa y recibieron a cambio perversos atropellos.
De Maciel se documenta que él personalmente abusó de sesenta jovencitos, además de tener relaciones con varias mujeres con las cuales engendró varios hijos. Y más de un centenar más de menores fueron abusados por otros sacerdotes. Algunos de los cuales, dice el informe, formaron una cadena: primero fueron abusados; después pasaron de víctimas a victimarios, reprodujeron la perversidad.
El de Maciel y los Legionarios es uno de los casos más notables de abuso infantil en el seno de la Iglesia, pero no es el único. En diversos países y a lo largo del planeta, se han dado a conocer estas anómalas situaciones siguiendo patrones similares: la violación de pequeños amparados en la confianza de madres y familias en la bondad de los preceptores eclesiásticos.
En la existencia de estos terribles casos reside una de las causas por las cuales la Iglesia Católica vive la decadencia y el alejamiento de sus feligreses.
Hay otras, por supuesto, como el alejamiento de las cúpulas eclesiales de los creyentes, o la disipación en diversos ámbitos con que los clérigos viven, en apartamiento de sus votos de pobreza.
La vida moderna, además, no deja mucho margen a la religiosidad o al cultivo de la fe.
Lo ahora expuesto por la congregación es un extenso e impactante mea culpa, pero desde luego no basta ni para revertir los males hechos, ni para recuperar la confianza e inocencia con que por muchas décadas las familias creyentes enviaban a esos centros a sus hijos.
Pero, con todo, es una buena señal.
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