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miércoles, noviembre 12, 2025

La Eréndira de Eduardo Ruiz

Luis Alberto García / Pátzcuaro, Mich.

*Texto completo sobre la princesa michoacana.
*Diversidad y contradicción de los relatos.
*El mural de Juan O´Gorman en Pátzcuaro.

Sobre la princesa purhépecha Eréndira Ikikunari se cuentan relatos diversos a veces contradictorios, pues en unos es una valiente guerrera, en otros lo contrario, y hasta existe una versión, registrada o inventada por un viajero italiano que visitó Pátzcuaro en la década de 1980.
Vio el mural de Juan O’Gorman titulado “Historia de Michoacán” en la Biblioteca pública Gertrudis Bocanegra de esa urbe lacustre michoacana, en donde está la representación más belicosa de Eréndira.
Se le ve enfrentada a caballo blando con un puñado de guerreros contra una multitud de soldados conquistadores armados y acorazados, y supo de la Eréndira llorona y fundió las dos representaciones en una sola narrativa.
Eréndira fue combativa; pero cuando vio su tierra perdida para siempre se puso a llorar y formó el lago de Zirahuén, sitio emblemático que guarda numerosas leyendas, como consignan don Blas Cervantes y doña Amelia Ponce, matrimonio de antiguos residentes.
El texto de Eduardo Ruiz Álvarez publicado en 1900 es, hasta ahora, la primera referencia escrita de la leyenda de Eréndira, dividida en seis partes:
1. “El comienzo de la conquista”; 2. “La guerra”; 3. “Humillación y venganza”; 4. “La predicación del Evangelio”; 5. “El sacrificio”; y 6. “La Apoteosis”.
Cuenta que un grupo de guerreros, encabezados por Timas, repudió la sumisión del irecha o monarca purhépecha a los conquistadores españoles, que en una fortaleza de Pátzcuaro estos rebeldes enfrentaron al ejército purhépecha enviado por el irecha Tanganxoán II Tzintzicha y que, además, estaba reforzado con cinco jinetes castellanos de las huestes de Cristobal de Olid.
Ruiz, uno de los grandes escritores michoacanos del siglo XIX, narra que los rebeldes ganaron esa batalla y se apoderaron de un caballo blanco hermosísimo que sería ofrecido en sacrificio a los dioses.
Eréndira, hija de Timas, evitó el sacrificio y pidió para él el caballo, al cual aprendió a montar en Capacuaro, en la ribera oriental del lago de Pátzcuaro; pero Nanuma, general de Tzintzicha quien deseaba someterla como esposa o esclava, dirigiéndose en ataque sorpresivo contra la mansión de Timas en Capacuaro.
Asesinaron a Timas y se repartieron sus posesiones y mujeres; pero sorpresivamente para los atacantes Eréndira salió montada a caballo, defendió su vida y escapó a los bosques.
La tercera parte termina así, con estas palabras:
“Nanuma escogió su botín, a Eréndira, que si no había querido ser su esposa ahora sería su esclava. Arreglado el reparto todos se apresuraron a penetrar en el aposento para tomar posesión de su presa.
“En aquel instante una blanca visión, como la imagen divina de un sueño, apareció en el umbral. Era la hermosa doncella, montada en fantástico corcel, que se abrió paso entre los asesinos, derribando a Nanuma.
“Ligera como el viento desapareció entre la espesura de los pinos. Un pájaro del monte batió sus alas, brincó de rama en rama y murmuró trinos de alegría. Al mismo tiempo el sol brotaba en el Oriente, llenando el mundo de efluvios luminosos”.
El relato prosigue con la conquista espiritual de los remanentes de la población y un incendiario discurso de Eréndira:
“Aún permanecía el pueblo en la extensa plaza, aclamando a sus salvadores -los sacerdotes franciscanos recién llegados de México-, cuando en lo alto de la yácata apareció Eréndira, tinto de rojo por la indignación, el furioso semblante.
“¡Purhépecha! —exclamó con voz trémula; pero con acento poderoso-, antes vimos a los españoles que vinieron a arrebatarnos nuestros tesoros y nuestras tierras; hoy miramos a estos hombres que llegan como mendigos a apoderarse de los niños huérfanos, a destruir nuestros dioses y a imponernos una religión extraña. ¿Qué nos quedará entonces?”.
Poco después Eréndira intervino en un momento crítico de la evangelización para interpretar las palabras del misionero franciscano fray Martín de la Coruña y evitar que la muchedumbre lo linchara por profanar un templo, posiblemente en Tzintzuntzan.
En líneas bastante crípticas Ruiz describe por último un enamoramiento mutuo que alcanzaba el delirio entre el sacerdote y la princesa purhembe.

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