Pablo Cabañas Díaz.
México está inmerso en un intenso debate sobre los métodos, alcances y tendencias de su democracia. Para definir nuestra democracia habría que compararnos con otros ya “democráticos”; ¿pero cómo lo vamos a hacer si la democracia surgida de los procesos de transición hasta hoy ha exhibido un carácter limitado debido a un entorno social caracterizado por la pobreza? La democracia queda debilitada y sin credibilidad, mientras la ciudadanía no perciba cambios reales en sus condiciones de vida. La convocatoria para la democracia en nuestro país es para los no iguales. La característica común de nuestra democracia es que se define por lo que no tiene: ciudadanos.
En México, los actores políticos dominantes hasta el 2018, tomaron la decisión estratégica de desvincular la discusión a propósito de la participación política, la representación, la competencia partidista y las elecciones, de problemas sociales más amplios como la pobreza y la desigualdad. De tal suerte, los procesos de democratización se desarrollaron con base en una noción, si se quiere estrecha, de la democracia, desvinculada de la solución de problemas mucho más profundos y de largo plazo, los cuales, en cambio, quedaron a cargo de las llamadas reformas estructurales: liberalización comercial, privatización, reducción de la participación del estado en la economía, entre otras.
El discurso de la democratización y del cambio institucional fue utilizado de tal manera que el desmantelamiento del Estado y su labor protectora de derechos ocurrieran sin oposición. La representación de la democracia para amplios sectores de la clase política e intelectual, no sólo proyectó una concepción inexacta del cambio, sino que en su lógica no había espacio para una reforma integral de nuestro entramado político institucional. Esta interpretación sostiene que la transición tuvo como ejes las reformas graduales y concertadas en materia de legislación electoral, que a su vez motivaron nuevas y cada vez más profundas transformaciones en el sistema político en su conjunto, conforme fue madurando el pluralismo y la competencia en el país. Esta visión terminó siendo un elogio al gradualismo, es decir, a la transición a cuentagotas.
El foco real del problema radica en que los derechos políticos, civiles y sociales que acreditan a un ciudadano en una democracia consolidada, existen desde que el individuo nace, en ese instante los adquiere y dan forma al régimen, a las instituciones y a la democracia. Pero eso no es posible en México, porque las personas no adquieren esos derechos inmediatamente al nacer debido a que en algunos momentos no existen, y en el mejor de los casos debe organizarse para gestionarlos y obtenerlos. En ese sentido las personas hacen una “apuesta democrática” participan bajo las reglas de la democracia, bajo condiciones que no eligieron pero que si sancionan con su voto. En México, las diferencias sociales siguen siendo en extremo relevantes. Baste señalar, que en su último informe la Comisión Económica para la América Latina(CEPAL), titulado “Repercusiones en América Latina y el Caribe de la guerra en Ucrania: ¿Cómo enfrentar esta nueva crisis?”, el organismo regional de las Naciones Unidas ubica a México como el quinto país más pobre de la región. La población en pobreza se concentra en zonas urbanas. En México hay 2 mil 466 municipios, en 100 de ellos -menos del 5% del total-, viven 22.3 millones de personas en pobreza. La pobreza en México se crea en el sistema laboral ya que el 40% de la población tiene un ingreso por su trabajo menor al costo de la canasta alimentaria desde hace casi 20 años y esto impacta a 49 millones de personas que trabajan de manera formal o informal, para comprar una canasta alimenticia para todos los miembros de su familia. No entender esta realidad nos lleva a no comprender de que hablamos cuando nos referimos a nuestra democracia, y a quienes participan en ella.
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