Por Mouris Salloum George
En “¡Que viva México!”, esa obra de cine silente, muda –como todas las tragedias actuales, de las que nadie quiere hablar y todos tapan con la cobija del soborno o del chantaje– plasmó el amor por este país que? lo llevó a retratar las infamias del campo hidalguense.
Sergei Eisenstein, el reconocido cineasta ruso realizador de “Alexander Nevsky”, “Iván el terrible”, “El acorazado Potemkin”, entre otras joyas cinematográficas, llegó a México en la década de los 30’s del siglo pasado a filmar un documental que, a la postre, sería laureado internacionalmente.
Peones acasillados –veinte años después de la Revolución–, sujetos al derecho de pernada y a la esclavitud de por vida en las tiendas de raya de las haciendas, masacrados al menor intento de inconformidad por viles caporales, fueron los mudos testimonios de ese pasado ¿o presente?
Capataces lamebotas e incondicionales de caciques atrabiliarios –antes Rojos, hoy rositas–, fundadores de árboles genealógicos de próceres nauseabundos, cuyos ancestros y descendientes aplastaban los cráneos de los infelices con los cascos de sus caballos, mientras el resto de los cuerpos campesinos permanecía inerme, enterrado de pie hasta el cuello, todavía con vida.
También Gabriel Figueroa, quien en sus inicios como camarógrafo, aprendió a retratar las apelotonadas nubes de esa parte del altiplano mexicano que alcanzaron relieve artístico mundial, bajo la magistral conducción de Emilio Fernández, el director que dio nombre a una cátedra y a un auditorio de la Universidad Patricio Lumumba, de Moscú.
El Indio Fernández es el gran capo de la época de oro del cine mexicano. Logró la inmortalidad en la tramoya del escenario y en la dirección artística, ejemplar, inigualable.
Cuando los grandes productores y directores de Hollywood quisieron encontrar una imagen emblemática de la industria, no dudaron en seleccionarlo para encarnar la figura humana del Oscar.
El mexicano que llegó a la Meca del cine haciendo gala de su virtuosismo para interpretar los sones de nuestra tierra como “El rascapetate”, “El butaquito” y “El balaju”, entre cientos de ellos, cautivó a los viejos magos del celuloide.
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