Federico Berrueto
Quien tenga duda de que el presidente López Obrador estará en el centro la elección de 2024, deberá despejarla. Su ascendiente sobre la población y liderazgo sobre la coalición gobernante le permite imponerse desde ahora en la contienda democrática. No sólo se trata de ratificar el mandato presidencial con nuevo nombre, sino de ganar la mayoría calificada y de esta manera hacer valer lo que ahora el Constituyente permanente le ha regateado y lo que la Corte le ha revertido. Ahora sí se trata de cambio de régimen, transitar a un hiperpresidencialismo en el marco de un partido hegemónico con capacidad para modificar la Constitución a modo.
El diseño constitucional que da sustento a la democracia no previó el fraude de las coaliciones. La idea de la reforma política es que ningún partido por sí misma pudiera cambiar la ley fundamental. Tan es así que ninguna fracción puede tener más de 60 por ciento de los asientos en la Cámara de Diputados. Sin embargo, las coaliciones dan posibilidad a que ocurra. El primero en manipular la integración de la Cámara a través de las coaliciones fue el PRI en 2015; el objetivo era obtener la mayoría absoluta a través de diputados distritales a modo del PVEM, no la alcanzó, pero estableció el precedente que tres años después utilizaría Morena con sus aliados PT y PES, organizaciones que no alcanzaron 3% de los votos, pero que vía fraude a la ley alcanzaron una representación parlamentaria sustantiva, próxima a 10% de los asientos a través de las elecciones distritales, en muchos casos con candidatos de Morena.
Simulación y engaño es la vía para alcanzar la mayoría calificada y de esta manera cambiar la Constitución sin el respaldo de la pluralidad. Las reglas lo permiten. El objetivo de las oposiciones no podrá limitarse a la elección presidencial, deberá disputar los triunfos distritales, en las entidades para el Senado de la República y en los Congresos locales.
Se pensaría que para ello sería suficiente exponer al electorado los riesgos que resultarían de una mayoría calificada oficialista. La situación no es tan sencilla. La mayoría de la población no suscribe los valores propios de la democracia como la división de poderes, la democracia representativa y el entramado institucional para la rendición de cuentas, la transparencia y el escrutinio al poder. En un entorno polarizado es más simple presentar opciones tales como honestidad valiente o corrupción; austeridad republicana o derroche neoliberal; protección por los militares o dominio criminal; programas sociales o exclusión económica.
La estrategia para contener la inercia autoritaria por la vía del voto apunta hacia otro plano: abrir treinta o cincuenta frentes de batalla relacionados en el ámbito local. No se trataría de una disputa de siglas partidistas en donde la oposición perdería; tampoco la referencia al despotismo o la arbitrariedad del presidente López Obrador, también batalla perdida. La clave está en plantear que el centralismo despoja de capacidad a las comunidades y ciudades para enfrentar los problemas y para que las personas y familias tengan una mejor calidad de vida.
La inseguridad no se resuelve con la militarización porque las comunidades requieren de policías propias adiestradas y confiables, no de fuerzas de ocupación que llegan y se van; se necesitan ministeriales que efectivamente investiguen delitos y castiguen al que violenta, mata, extorsiona y secuestra, así como tribunales locales que provean justicia. Hospitales, escuelas e infraestructura social administrada localmente y no por una burocracia centralista, incompetente, corrupta y déspota.
Reivindicar lo local deberá estar acompañado de la exigencia de abatir la impunidad en todas sus expresiones. La violencia que llega a todas partes es resultado no de la pobreza -que es tanto como criminalizarla- sino de la impunidad, de la incapacidad de las autoridades y de los poderes para castigar al delincuente. La criminalidad está presente en las familias y ha llegado de tantas formas, que es preciso reconocerla y combatirla con energía y determinación.
En otras palabras, contener la inercia autoritaria fracasará si no se interrumpen los términos dominantes del debate público. Necesariamente debe trasladarse a lo social y desde allí plantear una opción de cambio profunda, radical y auténtica. Treinta o cincuenta frentes de batalla servirán para frenar la mayor amenaza a la frágil e incipiente democracia.
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