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jueves, julio 3, 2025

Joaquín Amaro: carácter, inteligencia y sangre fría

Adrián García Aguirre / CDMX

*Conclusiones de “Proceso de institucionalización del Ejército Mexicano”.
*Eran algunas de sus características para ejercer el mando.
*Los asesinatos de Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez.
*Eliminar riesgos o enemigos potenciales del orden establecido.

“Joaquín Amaro -dice Martha Loyo, autora de una obra sobre la institucionalización del Ejército Mexicano-, general obregonista, siempre defendió, toleró o encubrió a sus generales leales; pero no sólo por la lealtad en sí misma y la confianza hacia él.
“También -añade- porque le importaba sobre todo mantener en su división a quienes -como él mismo- habían demostrado carácter, inteligencia y sangre fría para ejercer el mando”, escribe la autora en la página 91 de “Joaquín Amaro y el proceso de institucionalización del Ejército Mexicano, 1917-1931”.
Por otro lado, los principios de moralidad inculcados al ejército podrían contrastar con varias de sus acciones que lo muestran como un ejecutor falto de escrúpulos, implicado además en magnicidios tales como el asesinato de Francisco Villa en julio de 1923, o las ejecuciones de Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez en octubre y noviembre de 1927.
Éstas son evidencias de los “trabajos sucios” que estaba dispuesto a realizar en aras de eliminar riesgos o potenciales enemigos del orden establecido, pues para él y para el régimen que respaldaba, “la eliminación de cualquier obstáculo que pudiera amenazar la precaria estabilidad del gobierno era fundamental” (p. 109).
No había pues consideración con los enemigos, “Amaro actuaba sin miramientos y sin piedad” (p. 93), y la autora señala además su bajo perfil político, en el entendido de que rechazaba inmiscuirse en la política nacional.
Al ser un militar, parecería lógica su posición, por sus orígenes campesinos, y luego hombre de armas, carente de ideología, de cultura, de discursos y renuente al trato con la prensa, los intelectuales y la opinión pública.
No obstante ésa era una posición política, pues a pesar de todo, como decía Plutarco Elías Calles, “la Revolución se había convertido en gobierno”, y ambas cosas, gobierno y Revolución parecían indisolubles.
Luego, su manera de entender la política era otra, menos protagónica, subterránea y velada; pero política al fin para pertenecer por igual a la cúpula política nacional y permanecer en ella a toda costa.
Joaquín Amaro decía en 1921: “decir revolucionario equivale a ser hombre, hombre de ideas de progreso, tanto para la querida madre patria como para sí mismo”, y ante la ausencia de más elementos, Martha Loyo termina por reconocer en él un “liberalismo moderado, progresista y reformador heredado del pensamiento político del siglo XIX, distinguiéndose por su contenido anticlerical y moralista” (p. 96).
A esa ideología nacionalista y anticlerical (p. 183), podríamos agregar que su sentido pragmático de la realidad y su carácter reformador fue producto de su inmediatez, de las vicisitudes de los acontecimientos revolucionarios.
Luego de todas las experiencias acumuladas, podemos inferir que Amaro fue uno antes de 1920 y otro después, pues con nuevas expectativas, los recursos mediáticos de su triunfo y el grado militar más alto, emprende su verdadera carrera hacia el ascenso social.
Entraba a una nueva forma de vida que transformó al rudo militar de la arracada de oro en un distinguido e instruido oficial del ejército, quizá estimulado por su matrimonio o por el arribo del fino y educado José Álvarez a su Estado Mayor.
Como quiera, Amaro se transformó en paralelo del movimiento revolucionario, y en efecto, “tenía conciencia de su talento natural para la milicia; pero sabía que eso no era suficiente. Se fue transformando en la medida en que la Revolución también lo hacía, y buscó la superación no solamente en el conocimiento de las batallas sino en su capacidad de organización y planeación” (p. 94).
Amaro era, pues, un “hombre funcional y necesario” (p. 183); lo fue en momentos de crisis, de transición, y dejó de serlo una vez que cumplió su cometido. Empeñoso al instruirse sobre el valor del arte de la guerra y renuente a la diplomacia política, quedó al frente de la Secretaría de Guerra.
Desde ella respaldó a tres presidentes, y “regresó a su casi anonimato después de 1931, desapareciendo poco a poco del escenario público del país”; sin embargo, detrás de él quedó un ejército que no era más el mismo, adaptado entonces a su condición institucional.
Para concluir esta reseña de la obra de Martha Loyo, habría que preguntar: ¿Qué aconteció con los colaboradores de Joaquín Amaro? La actuación de José Álvarez es fundamental para entender el desarrollo de los acontecimientos de la década de 1930, sobre todo al convertirse en uno de los hombres de confianza de Plutarco Elías Calles.
Luego de valorar el proceso de institucionalización del ejército mexicano, su creciente desempeño, organización, disciplina y modernización, capaz de enfrentar y suprimir con relativa rapidez rebeliones como la de los yaquis en Sonora, o las encabezadas por Adolfo de la Huerta y Gonzalo Escobar, viene otra pregunta obligada.
¿Por qué razones los focos de rebelión cristera protagonizada por mexicanos entre 1926 y 1929 en algunos estados del occidente sobrevivieron más de dos años, y su resolución finalmente fue en virtud de acuerdos políticos entre el gobierno federal, el clero y Enrique Gorostieta, dirigente de los alzados?
Los anteriores son cuestionamientos que ameritarían quizá otro sentido de la investigación; pero no se puede dejar de mencionarlos, y fuera de eso hay que congratularse de la lectura y reconocer el valor académico a la profesora Martha Loyo por el excelente texto que produjo.

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