*El rencor social exacerbado y sin control no se desahogará en protestas callejeras, vidrios rotos, incendios y uno que otro muerto. Lo hará de idéntica manera a como los turcos e iraquís se deshacen de los kurdos, o en una balcanización en la que las ideas y la fe serán dejada de lado para destruir propiedades y colgar fifís como los independentistas de la Nueva España salieron a coger gachupines
Gregorio Ortega Molina
No lo demos vueltas a los torcidos propósitos de la propaganda y la desinformación. Imposible establecer analogías o identificar avisos entre lo que sucede en Estados Unidos como consecuencia del asesinato de George Floyd, y el agravio contumaz con el que AMLO atiza todos los días la confrontación social, pero todavía no se manifiesta en todo su esplendor.
Claro que los mexicanos somos racistas aquí, y además lo padecemos en el territorio de nuestro más importante socio comercial. Es claro, y sin necesidad de recurrir al diccionario ni a la sociología para saber qué es el racismo, porque las palabras pueden describirlo en un solo vocablo: desprecio. Sí, absoluto y olímpico desprecio a los considerados inferiores. Pueden ser esclavos, o simplemente morir.
Alberto Ortega me hace la observación certera: el ejército del norte derrotó a los sureños y ganó la guerra civil en Estados Unidos, pero perdió la batalla del modelo educativo y la conformación ideológica de las generaciones que hoy gobiernan. Desprecian a los que no son como ellos. Por eso puede morir George Floyd, aunque también por ello vivió Rosa Parks. ¡Vaya contradicción!
Aquí el desprecio se tolera y se resuelve. Allí está la frase: como te ven, te tratan. Lo que hayas sido puedes dejar de serlo, con educación, cultura, ética profesional, honestidad intelectual, honradez… pero lo que no se pierde es el rencor social –cuya principal fuerza y consecuencia a la vez, es el odio al de arriba, a lo que no se puede ser, a lo que no se alcanza-, que se cultiva, atesora, se exhibe, se alienta. De ahí que aquellos que resuelven su condición social hagan a un lado a los que los vieron surgir de la nada, a los que fueron testigos de sus humillaciones, de sus momentáneos fracasos y su desesperación. Mi padre me lo explicó con un ejemplo del momento:
“Luis Echeverría Álvarez dejó de tener cerca a Melchor Sánchez Jiménez, a Aurora Cervantes y otros, para que no le recordaran su trayecto a la silla presidencial”. Los disminuyó. Los premió poquito, en cambio a los recién llegados los encumbró.
A estas alturas César Yánez y Alfonso Romo debieron registrar el hecho y aprendido la lección.
Pero el rencor social -que es odio químicamente puro- exacerbado y sin control no se desahogará en protestas callejeras, vidrios rotos, incendios, vehículos golpeados, heridos y uno que otro muerto. Lo hará de idéntica manera a como los turcos e iraquís se deshacen de los kurdos, o en una balcanización en la que las ideas y la fe serán dejadas de lado para destruir propiedades y colgar fifís como los independentistas de la Nueva España salieron a coger gachupines.
Es obvio que el predicador de Macuspana sabe lo que hace, pero ya es momento de preguntarnos si ha medido el tamaño de las consecuencias de esta confrontación social, este odio entre mexicanos que está cultivando. El cambio no es por ahí, como lo dicen sus santones Ibarra y Zepeda, y tampoco se le desea mal alguno, porque el único responsable del incendio de México es AMLO, sólo él.
Anhelo de manera ferviente que haya rectificación, que transiten a la reforma del Estado y desechen la idea de restaurar la presidencia imperial, porque de no hacerlo no se requerirá de un George Floyd, sino de que quieran agandallarse las elecciones de 2021. Si el Covid-19 no llama a la puerta, seremos testigos del trágico desenlace.
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