Luis Alberto García / Pátzcuaro, Mich.
*Ocurrió una eterna disputa con numerosos propietarios.
*Hoy es ocupado por descendientes del pueblo purhépecha.
*Casona ubicada en la plaza grande de Pátzcuaro.
*Marcada con el número 48, se le conoce así desde el pasado.
*Fue de Antonio Constantino Hutzimengari de Mendoza y Caltzontzin.
Todo comenzó con esos tres nombres castellanos impuestos durante la Evangelización de estas tierras de Michoacán y del occidente de México, y los dos restantes señalándole como persona heredera de la nobleza indígena de la región.
La edificación, que además de los embates del tiempo, ha sufrido el saqueo de varios particulares que la habitaron en sucesivas fechas desde el año 1765, cuando -expulsada la Orden de la Compañía de Jesús del territorio colonizado- fue arrebatada a las comunidades.
Hasta 1989, representantes de la comunidad purhépecha -maestros y artesanos, principalmente- tomaron posesión de ella, de acuerdo con las últimas disposiciones dictadas por la señora Esperanza Correa de Guízar, su última propietaria.
El Palacio de Huitzimengari fue construido en el siglo XVI, originalmente para el desempeño de las funciones administrativas del Supremo Gobierno de la República de Indios, como narra la historiadora Delfina López Sarrelangue en su libro ‘La Nobleza Indígena’:
“El Cacique residía en esa casa y en ella manifestaba su autoridad, impartía justicia y era morada de una voluntad común, de convivencia y legitimidad de relaciones entre el pueblo y sus gobernantes. Era pues, no sólo la residencia del gobierno, sino también la casa del pueblo”.
La casa, levantada con el esfuerzo económico y físico de las comunidades de la región lacustre, que despojadas de tierras, templos y palacios encontraron ahí un último reducto de su presencia en la ciudad colonial, es una construcción de dos niveles, cuyos espacios cerrados se distribuyen en torno a un gran patio principal.
El segundo se encuentra en ruinas y se perdió el espacio dedicado a la huerta, colinda a los lados con construcciones de dos niveles, un poco más baja la del oriente y más alta la del poniente.
Se considera que las comunidades tuvieron en propiedad este inmueble hasta 1765, en que desapareció la organización del común por la participación de los nobles indígenas y el apoyo a los frailes jesuitas, durante el proceso de su expulsión, dado por órdenes virreinales.
Después, durante los siglos XIX y XX, el Palacio fue enajenado sucesivamente en manos de particulares, con base en antecedentes legales basados en la expedición del decreto gubernamental de 1827, el cual tenía como objetivo destruir la propiedad comunal e implantar totalmente la propiedad privada.
Así, ha quedado registrado que en 1827 la edificación pasó a propiedad de la señora Lucía Alday, y en el siglo XX, en noviembre de 1905, la señora María Barrera vende la casa a la señora Cristina Solórzano, hasta 1932, que pasa a propiedad de la señora Judith Martínez y posteriormente, en 1960, a Esperanza Correa de Guízar.
A la muerte de esta última, le sucede en la propiedad su hija adoptiva Margarita Guízar Correa, quien al verse ante el inminente riesgo de perder el edificio, por virtud de una demanda judicial dictada en favor de Raúl Guízar Mercado, acude al Consejo Supremo P’urhépecha.
Comunica que la última voluntad de su señora madre era hacer entrega del inmueble a las comunidades indígenas, en caso de que su sobrino, el señor Guízar Mercado, alegara -como lo dejó ver, antes de la muerte de doña Esperanza- no haber recibido el pago de un adeudo que rechazó en varias ocasiones, con la clara intención de quedarse con el inmueble.
Así, 14 de febrero de 1989 decenas de pobladores nativos de tierras purhépechas, acompañados de personas de autoridad moral radicadas en la ciudad e invitados por maestros y representantes de comunidades, tomaron posesión pacífica del inmueble.
Expresaron la frase en afirmativo : “Esta es nuestra casa”, resultando un momento pleno de emotividad para quienes tuvieron la fortuna de estar atestiguando tal acontecimiento.
Posteriormente, en plenaria convocada por el Consejo Supremo el día 2 de marzo, iniciando a las 10 horas, se reunieron representantes de más de 30 comunidades de la Región Lacustre y de la Ciénega de Zacapu, además de los llegados desde la Meseta y de la Costa Nahua del Estado.
Todo ocurrió en un ambiente festivo, cuando determinaron “tomar posesión en forma real y material de este lugar que fue Palacio de nuestro último Gobernador, para el servicio exclusivo y la promoción cultural de los campesinos, pescadores, artesanos, profesionistas y comerciantes organizados de nuestra etnia”.
“Huitzimengari, por mandato de su padrino de bautismo, el Virrey don Antonio de Mendoza, ingresó al Colegio de San Nicolás que había fundado en la ciudad el señor don Vasco de Quiroga y después pasó a las aulas de la Universidad de Tiripetío, que regía el sabio Fray Alonso de la Veracruz (Orden de San Agustín), donde logró distinguirse por sus adelantos y por su gran saber, pues fue hombre versado en las lenguas hebrea, griega, latina, castellana y michoacanense”, menciona el maestro Antonio Salas León, en su libro ‘Pátzcuaro: cosas de Antaño y de Ogaño’.
Se conmemoró un año más desde que el Palacio de Huitzimengari fuera ocupado por descendientes del pueblo purhépecha: artesanos, comerciantes y maestros de educación indígena.
Ellos se han venido ocupando, de manera organizada, de hacer las reparaciones posibles -encontrando la asesoría necesaria para el caso- para que el edificio se mantenga en pie, a la vez que continúan en búsqueda de la certeza jurídica de posesión legal, ya que aún existe incertidumbre del posible reclamo de la familia Guízar Mercado.
Exposiciones, conferencias, festivales, cursos de lengua purhépecha, talleres artesanales, reuniones y asambleas, además de ceremonias que recuperan la esencia de una cultura que se resiste a sucumbir ante los embates de una sociedad consumista, también dan testimonio de la generosidad de quienes honran la memoria del pasado.
Y no sólo de don Antonio Constantino Huitzimengari, sino igual, de tantos personajes que de una manera u otra, resultan dignos representantes del pueblo purhémbe, quienes siguen considerando a este sitio: “la entrada al inframundo” y cuidan la verdadera riqueza de su estirpe: agua, bosque y territorio, como sinónimo de vida.
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