Por Pablo Cabañas Díaz
El dos de octubre de 1968 no es una fecha que se resguarde en el archivo del tiempo: es una herida abierta que aún atraviesa la conciencia nacional. Desde la perspectiva del 2025, aquel día no pertenece al pasado, sino a un presente que insiste en interpelarnos. La Plaza de las Tres Culturas, convertida en escenario de un crimen de Estado, fue el lugar donde el futuro fue mutilado a balazos. Allí, el movimiento estudiantil que había levantado con claridad demandas de democratización, libertad a los presos políticos y apertura política, encontró la respuesta de un régimen que prefirió la represión al diálogo, el silencio al debate y la muerte a la esperanza.
El dos de octubre no fue simplemente la matanza de cientos de estudiantes; fue la negación de un porvenir posible. Cada joven asesinado en Tlatelolco simbolizaba un proyecto de país interrumpido, una voz callada por las armas del Batallón Olimpia y el Ejército mexicano. Al mirarlo desde este 2025, se percibe que lo ocurrido esa tarde no fue un hecho aislado, sino un punto de quiebre en la historia mexicana: una advertencia brutal de que la violencia de Estado es capaz de borrar, de un solo golpe, las ilusiones colectivas.
La memoria del dos de octubre ha sido sostenida por generaciones que se niegan a olvidar. “¡2 de octubre no se olvida!” resuena en calles y plazas, pero esa consigna, si no se transforma en acción política, corre el riesgo de convertirse en liturgia vacía. Recordar no basta si no se acompaña de verdad y justicia. ¿De qué sirve mantener viva la memoria si los responsables nunca enfrentaron las consecuencias de sus actos? ¿Qué hacemos hoy con el conocimiento de que los muertos pudieron superar los trescientos y que el Estado mexicano intentó sepultar la verdad bajo cifras falsas y versiones oficiales?
El dos de octubre más que un recuerdo: es una pregunta. ¿Qué hemos hecho con esa herencia de dolor? ¿La hemos convertido en motor de democratización o en ritual anual que tranquiliza conciencias? La historia mexicana está plagada de silencios impuestos, y Tlatelolco sigue siendo uno de ellos. Pero la memoria no puede limitarse a repetir la consigna: debe sostenerse como deber ético, como advertencia política y como compromiso de no permitir nunca más la impunidad de la violencia de Estado.
Hoy, desde la distancia de los años, comprendemos que recordar el dos de octubre es una forma de resistir al olvido, pero también de reconocer que la historia, si no se transforma en justicia, permanece como herida. Y sin justicia, el recuerdo se convierte en sombra. Tlatelolco no es pasado: es presente y es futuro. Porque, como todo acontecimiento fundacional y trágico, no nos pertenece a nosotros, sino a los que vendrán. El dos de octubre es, finalmente, la advertencia de que un país que olvida su propia sangre está condenado a repetirla.
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