Pablo CabañasDíaz.
En estos días en que la guerra entre Ucrania y Rusia llenan las potradas de la prensa nacional e internacional recordé al escritor Ricardo Garibay (1923-1999), que en 1976, publicó el libro ¡Lo que ve el que vive.! Este libro apareció al final del sexenio de Luis Echeverría. Al inició de esa administración Garibay le pidió como amigo –él mismo lo contó– recorrer el país y contemplar la realidad “desde el hombro del presidente”. Son notables las crónicas que escribió para Excélsior y compiló luego en ese libro, ¡Lo que ve el que vive!, cuyo título deriva de la expresión de un “paisano” hecha a Atahualpa Yupanqui.
Garibay no usa una grabadora, lo hace con una libreta en la que apunta sus observaciones, el brillo de ese lenguaje hablado y llevado al papel con gran precisión es lo más destacado de sus crónicas breves y de sus escritos memoriosos publicados en la prensa.
Esta es la parte más sarcástica del libro cuando Garibay anuncia: “Llego tarde. Mi lugar está en una de las últimas mesas, y enfrente, un poco a mi derecha, hay un hombre que trata de comer como los demás. Es breve, y tan cargado de hombros que parece jorobado. Viste un traje entre morado y rosa, burdamente nuevo y muy holgado para su talla, camisa casi anaranjada y corbata anudada a lo enredijo. Es de cabeza no sé si muy chica o muy grande, pero nada hermosa como chata cabeza de otro montada viciosamente en medio de estos hombros frágiles. Fragilidad, eso es tembleque, eso, raro de veras…”
“Y trata de comer el hombre. Sus manos son garfios muy blandos, no sostienen la cuchara y clavan el tenedor arriba o debajo de los labios, pues la boca no se abre pareja ni por dónde anda el tenedor. Lentos garfios, agonías, tiradero de arroces, de pescado y vino, derrames de dulce y café”.
“Silencio. Se ha levantado el Presidente de México. Ha comenzado a hablar. Va a pronunciar el mejor discurso de su gira. Pleitesía de un Jefe de Estado. Tres minutos de necesarias palabras serenamente arrodilladas”.
“Acá, el pequeño monstruo se ha echado a temblar como loco y busca inútilmente enlazar los dedos. Empieza a invadirme una ansiedad rabiosa. En este momento está diciendo Echeverría: ‘… porque hay un músico, un músico cuya obra todos hemos escuchado, un hombre ilustre por quien tenemos reverencia y cuya presencia aquí nos honra y nos exalta…’ Y la enorme sala entera se pone en pie con ensordecedora alabanza. ¿Qué pasa? Llegué a medio banquete, qué pasa. Por arriba de los aplausos está diciendo Echeverría: “… ese músico genial, ese hombre es Dimitri Shostakovitch…”
“Ese, la caricatura, está incorporándose, alzando los brazos como para contener un alud. Es un aguacero de rictus, muecas y temblores. Su desfigurado gesto va hacia allá, hacia acá, hacia arriba, hacia abajo, un puro terror. Aspas sus brazos sin rumbo.”
“Se buscan sus manos tratando de aplaudir, como en Rusia se corresponde al aplauso. Nunca se encuentran las manos. Oh niño horrible. Maestro, ¿qué te hizo la vida?, ¿qué te hizo tu gente? Mírame aquí llorando, pidiéndote perdón, jamás vi tu retrato en ninguna parte, mírame aquí rompiéndome las manos para ti. Aplaudimos, aplaudimos casi desesperadamente, llevamos cinco minutos aplaudiendo”.
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