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viernes, noviembre 22, 2024

Purhépechas: entre el mito y la historia

Luis Alberto García / Nahuatzen, Michoacán

* J. M. Le Clézio fue al rescate de la Relación de Michoacán.
* Premio Nobel en 2008, escribió sobre esos orígenes.
* Llegó a la antropología para estudiar el pasado de México.
* Así fue la fundación de Tzintzuntzan, capital de un imperio.
* Alcántara, Gilberti, González y González, los grandes estudiosos.

“Hayan venido del norte o del sur, de las selvas de donde nació la civilización maya o de allende los mares, los purhépechas son el pueblo del misterio, y quizá sea por eso, por lo que lleven consigo desde el comienzo de su historia un secreto y una magia”.
Esto lo escribió Jean-Marie Gustave Le Clézio en 1984 en las páginas iniciales de La conquista divina de Michoacán, reconocido en su juventud en Francia como novelista y por magníficas obras de resonancia notable en la narrativa europea contemporánea.
Con el tiempo, antes de obtener el Premio Nobel de Literatura en 2008 por el conjunto de su obra literaria, la capacidad de Le Clézio para la observación de la conducta humana, lo condujo hacia la antropología, en especial a estudiar el pasado de México, un territorio no menos apasionante.
Nacido en 1940 en las islas Mauricio -colonia de Francia en el Océano Índico- de padre inglés y madre francesa, después de una incipiente y brillante carrera literaria que lo hizo célebre en los medios intelectuales de su país debido el Poema de Gilgamés, vino La gesta del rey Arturo, escrita por él basándose en la crónica de una provincia mexicana, autoría de un religioso español.
Decidió residir en México al inicio de la década de 1970 para, a partir de esa obra -atribuida en su segunda parte a fray Jerónimo de Alcántara, considerada única-, escribir un libro cuyo objetivo, según sus editores del Fondo de Cultura Económica (FCE) y los cuadernos de la Gaceta de la UNAM, era conservar la memoria de la antigua grandeza purhépecha o purhembe.
“Le Clézio quiso expresar así, en algo más de un centenar de páginas, la majestad, la magia y la tragedia del mundo indígena”, señaló el prólogo del libro que empieza con los hechos ocurridos en Mechuacan -nombre original de Michoacán- tras el asesinato que el conquistador Nuño de Guzmán cometió con Tanganxoán II Tzintzicha, para dar paso al sometimiento y a la extinción del imperio de los purhembes, otro gentilicio para denominar a los antiguos michoacanos.
El escritor francés se fue al pasado para hacer lo que, con razón y plena justicia, sus discípulos de El Colegio de Michoacán, su maestro Luis González y González y sus lectores, definieron como historia y testamento.
Hacia la mitad del siglo XIII, esas tierras estaban en parte ocupadas por “nauatlatos” que -explica Le Clézio- tenían en cada pueblo un cazonci o cacique con su gente y sus dioses; pero, aclara, la naturaleza de esa primera conquista es lo que no aparece como una certidumbre comprobada.
No son Hire Ticatáme ni los guerreros que lo acompañan los que toman posesión de Uriguaranpeo, monte cercano a Zacapu o Tacanendán; y es nuestro dios Tirepeme Curicaveri, quien comienza su reinado”.
A éste lo vienen entonces a reconocer como soberano los señores Zizámbanecha de los pueblos de Naranján y Comanján, a distancia breve de la actual Quiroga y, a continuación, cuando los purhépechas han comenzado a desarrollar un imperio en tiempo de su más grande soberano, Tariácuri; pero no son los hombres quienes conquistan esos territorios
J. M. Gustave Le Clézio narra que lo hizo Curicaveri, deidad guerrera, quien combatió ferozmente a sus enemigos y extendió su reino, y es aquí donde da comienzo la historia real de los purhépechas -mal llamados “tarascos” por los colonizadores españoles-, con el arribo de una fracción nómada y belicosa que llegaba cruzando las montañas de la Sierra Madre occidental hacia 1250.
En aquel encuentro que definió una historia, algunos dijeron: “Nuestras deidades también son nuestros abuelos del camino”, preguntándose cómo era eso, pues eran parientes, cuando ya se pensaba, sí, que eran parientes y de una sola sangre.
Cuando Hire Ticátame llegó con su pueblo a los montes umbrosos de Zacapu Tacanendán, no fueron los hombres quienes lo inquietaron, como recuerda Maturino Gilberti en su Diccionario de la lengua de Mechuacan (Balsal Editores, Morelia 1975), al saber que debía conciliar con los dioses que los habitaban.
Esas deidades eran los llamados Angamucúrache, los dioses tutelares que están “en pie ante ante la entrada de una gruta”, escribió Gilberti, fraile franciscano que logró recuperar los grandes momentos y episodios del tiempo fundacional de un imperio y una cultura que recién nacían.

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