Roberto Darvin
(1942-2024)
por
Rafael Serrano
foto de Luis Alberto García
No me manden flores
Lo conocí en los tempranos años de la década de los 70s. Era jefe de prensa de la CBS/columbia. Mi trabajo consistía en publicitar a los cantantes de las marcas CBS. Mi jefe me ordenó promover a un cantante uruguayo que venía a México para participar en el Festival de la Canción Latina, moda en esos tiempos. Me comuniqué con él y me invitó a su casa, un departamento rentado en un edificio sesentero de la calle de Guntenberg en la Anzures. Lo acompañaba una mujer alta y esbelta muy gallega, como dicen los rioplatenses a los que vienen de España. Me encontré con un hombre alto, corpulento medio criollo, una mezcla de vasco con mulato.
“Había nacido con el nombre de Roberto Darwin Barrientos Cóppola, y fue esa tradición tan uruguaya de poner apellidos anglosajones como nombres (Washington, Wilson, Nelson, Franklin, Darwin) la que, levemente alterada, se transformó en su nombre artístico. Su familia era de origen humilde y fue golpeada por la temprana muerte de la madre de Roberto cuando él era todavía un bebé. Su padre era un fabricante de calzado y un aficionado a la música que no solamente le regaló un tambor a los 4 años, sino que lo alentó a estudiar guitarra y solfeo.” Ver: https://brecha.com.uy/en-un-universo-paralelo/
El decía que había nacido en donde “principia y finaliza la mar”. Tenía una voz tersa, antigua y melancólica, montevideana. Muy rica en nostalgia y como todo hombre que nace en un puerto, abierto y navegante. Seductor. Como su alma que “murmuraba sin decir nada” y era como una “brisa de mar”. Muy siete razas: milonguero, tumbero, caribeño, un filibustero sin crueldad. Latía en su corazón el son que decia: “Al bucanero las tierras vírgenes, el agua indómita, la mar inédita, los horizontes en donde aúlla la agria jauría de la tormenta”. Amaba la poesía y sus heraldos negros y la sometía a las rimas estrictas de los endecasílabos, para rimar y armonizar melodías.
Me acuerdo que los recados que escribía y pegaba en la puerta de su casa comenzaban con un “aviso a los navegantes”. Era un marinero extremo, navegante perpetuo sin banderas y su patria comenzaba en Tierra de Fuego y terminaba en el Río Bravo. América la Latina era su País. Pero su Itaca fue Montevideo. Nació y murió ahí. Sus abuelos politicos ancestrales eran José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru y Cuauhtémoc, águila que desciende; y Artigas era el Padre de su Patria Chica. Era un latinoamericano que traía alegre la canción y el vino. Charrúa del mundo. Un montuno de Alejo Carpentier en su siglo de las luces. Un barlovento combatiendo los aires del sotavento.
Era un tupamaro de corazón y un juglar del pueblo. Llegó a México con disfraz, tenía que cubrirse ya que en Uruguay había llegado la dictadura de la mano de un vasco conservador, fanático religioso, Juan María Bordaberry. Era un exilio con la pátina de la música convertida en mercancía. Yo era el facilitador de ese encubrimiento: presentarlo en la sociedad de mercado con un disco, un “acetato”, que “vendiera”. Su director Juan (¿?) Ferreira me dijo: “…tengo que ponerlo en modo festivalero porque son demasiado finas sus canciones, digamos que es un canta-autor subversivo”. Había que encubrir, hacer la finta, de lo que realmente era: un juglar del pueblo que sabe componer, unir el verso con la música: un guitarrero de milonga, de música cubana, venezolana y de boleros mexicanos.
Estaba condenado al fracaso comercial. Ferreira lo disfrazó, le puso saco y pantalones de campana blancos y una camisa blanca con largos cuellos caminando en Chapultepec con una guitarra en la mano. En fin, salió un disco kitsch que aunque amelcochado con coros y estridencias musicales quedaban trozos de poesía y música. Se llamó “Roberto Darvin y su onda” (¡sic¡). Nada que ver con su oficio y su estirpe musical. Dentro este disfraz musical aparecían canciones llenas de poesía donde se decía: “soy como el agua en la noche… que brilla sin luz…” o “…el camino que me lleva acaba donde empiezas tú” para recordar que “los amores eternos mueren al amancer” y que siempre el amante regresa “a las noches de silencio” para enamorarse de la “triste tristeza de unos ojos” que son la voz de “la guitarra profunda”. Nada que ver con la melcocha de la mayoría de las letras que se producían en la industria discográfica de los 70s.
En esta dramaturgia me encontré con la amistad y el cariño de Roberto. Nos hicimos amigos y recibí de él muchos consejos y enseñanzas. Me mostró un Uruguay que no conocía. País pequeño, entre el Río de la Plata y Brasil. Sabía poco de este pedacito de tierra que en una novela un día desaparece tragado por un tsunami y como era tan pequeño su territorio y tan pocos sus habitantes no mereció ser noticia para el New York Times y como lo que no se nombra, no existe; Uruguay y los uruguayos eran una ficción, no existían. De mis clases en la Unviersidad, sabía que la República Oriental del Uruguay fue/era la “Atenas de América” en los años 20, a decir de Alfonso Reyes y Amado Nervo; y por supuesto sabía del Uruguay futbolero y de las hazañas del divino Manco Castro y la “garra charrúa”. Sabía que Montevideo era una pequeña ciudad donde tambien había nacido el tango; producto de la cultura rioplatense, una región que dominaba el gran Buenos Aires. Entendí que Montevideo no era el “otro barrio” sino un barrio profundo de la cultura Río de la Plata. Leí a Onetti, Benedetti y Roberto me enseñó a oir a Daniel Viglietti, Zitarrosa y rendir culto a “Ata”, tambien conocido como Atahualpa Yupanqui, patriarca de la musica popular latinoamericana. Ingrese al mundo agrio, onettiano, de El Astillero y Los Adioses combinado con el mundo amoroso, de lírica hermosa, nostálgica, de Benedetti (“La tregua” y “gracias por el fuego”) con las consignas de “vamos a desalambrar”de Viglietti o “guitarra negra” de Zitarrosa. Me hizo conocer el espíritu libertario de Artigas, héroe de la independencia del Uruguay, parecido a nuestro Siervo de la Nación. Leí a poetas autodidactas, como Yamandu Beovide, voz del pueblo sabio que nos preguntaba: “¿Dónde andará tu paso?; ¿por qué calles caminas hacia nunca?” Y nos decía “…el espejo dice que los años/ se llevaron tu risa de otras tardes/Tuvimos una vez ,una caricia/ y una luna brillando en la ventana”.
En México, vivió modestamente en un cuarto de azotea de una calle olvidada en la rica colonia Virreyes, en Diego de Osorio 36. Una miníscula calle donde al lado de mansiones permanecían estoicos unos edificios viejos y semiabandonados colonizados por tienditas (changarritos) que vendían abarrotes, agua y cervezas para los plebeyos que iban trabajar a las grandes residencias. Era, diría el lenguaje “correcto”, un islote urbano que “contrastaba” con la opulencia residencial circundante. Los que vivían ahí eran residuos de la gentrificación y parias sociales con un poco de dinero. Roberto ocupaba un cuarto con camastro, un sillón grande, una televisión para ver el fut, con un poster del Jardín de las Delicias. De alguna manera era un paria musical. No era mercancía para el show bussines, sus discos no vendían. Para sobrevivir tenía que trabajar en centros nocturnos o zulos que les llamaban boites de nuit entre borrachos que les importaba un rábano lo que dijeran sus canciones; sus discos no vendían ni tampoco se difundían. Sus letras le dejaban pocas regalías. Pero aun así él escribía y hacia musica. En esa buardilla de Diego Osorio componía, veía el fut, hacia el amor y cuidaba de una hermosa perra boxer, llamada Milonga. Cuando me refugie en sus casa (había sido expulsado del paraíso familiar), los sábados haciamos asados, invitabamos a amigos y hablabamos de politica, amoríos, futbol. Estuve cerca de sus composiciones de ese entonces, una época llena de sensualidad y erotismo, muy libre, combinado con sones afros y candombes. Pasaron los años y cada quien siguió su camino; supe que trabajo en un cabaret, el closet, donde, dicen las malas lenguas, se hizo amante de una vedette francesa llamada Jacqueline Voltaire y después se fue a Europa de la mano de Atahualpa Yupanqui. Volvió a México, Armando y mi hermano fueron a un concierto suyo y me mandó un mensaje: que tal el rafa… saludos. No lo volví a ver. Supe de él porque lo encontré en el océano de internet donde estaban sus canciones masterizadas, videos, fotografías y entrevistas que me lo mostraban canoso, con barba platina y muy delgado. La edad lo había hecho más fino, más pulido y se veía todavía más alto. Ya era venerable.
Sus biografos lo describen como un ser de luz que ordenaba el mundo y hacía que se comportara como el quería. Dicen que cuando lo llevaban al Hospital Maciel con un infarto a cuestas inventó que el ocupante de la cama de al lado fuera Abel Soria un poeta y payador (cantante y compositor gaucho) muerto también de un infarto en 2016:
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«Nos pasamos tres semanas haciendo y recitando décimas en la pieza. Yo primero le dije una, que no es mía: “Si rima con mucho esmero/ la consonancia hará el resto;/ décimo, séptimo y sexto,/ quinto y cuarto con primero./ Versos segundo y tercero/ son de igual terminación;/ para mayor perfección/ rime octavo con noveno/ y con cada verso bueno/ mejora la tradición”. Nicomedes Santa Cruz, peruano y negro. Una décima perfecta, que es a su vez una receta para hacer décimas. Y bueno, me dice Abel, vos, que escribís bien las décimas, ¿nunca probaste hacerlas en endecasílabos?» ver: https://brecha.com.uy/en-un-universo-paralelo/
Y llegó 2024. La gaviota negra trajo la noticia de de su muerte.Tenía más de 40 años de no hablar con él. El mensaje fue tardío pero igualmente doloroso; me enteré que fue en febrero loco, 8 meses después lo supe ya viviendo el invierno. El ministerio de cultura de la República Oriental del Uruguay lo reconoce y su obra ya es patrimonio cultural del pueblo uruguayo. Roberto decía: “No sé si la gente me conoce mucho. Conoce mis canciones, y para mí eso está bárbaro”. Y pedía: “El día que yo me muera por Dios no me manden flores, por Dios no me manden flores. Mándenme siete tambores repicando por la acera, que suene una cuerda entera con dos repiques bien locos”.
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