Rajak B. Kadjieff / Moscú, Rusia
*Rehabilitación del perdido estatus de superpotencia.
*Medidas adoptadas en vísperas de los comicios del 3 de noviembre,.
*Aprobación de la nueva doctrina militar por las Fuerzas Armadas rusas.
*Cumbre de Vancouver y Luna de Miel entre dos potencias.
Los militares de la Federación Rusa estaban facultados para intervenir en conflictos internos que amenazasen la integridad del Estado -una vigilancia de la seguridad interna que legitimaba a posteriori el asalto y toma del Parlamento-, citándose como causantes de estos disturbios grupos nacionalistas o separatistas lanzados a la subversión armada contra las instituciones federales.
Igualmente, se regularizó la participación de tropas rusas en misiones de interposición conforme a los compromisos de seguridad colectiva adquiridos con los socios de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
Desde el punto de vista de la defensa tradicional, se asumía que Rusia carecía de enemigos exteriores en ese momento y se proclamaba el objetivo de eliminar el peligro de una guerra nuclear en el mundo; pero no se renunciaba a un arsenal atómico por ofrecer una disuasión contra posibles agresores.
Un punto que levantó muchos comentarios fue la reserva del derecho al primer uso de armas nucleares si el país se sentía amenazado, lo que contradecía el compromiso adquirido por la Unión Soviética en la etapa de Mijaíl Gorbachov.
El 21 de diciembre Yeltsin decretó a su vez la transformación del Ministerio de Seguridad, establecido el 24 de enero de 1992, en el Servicio Federal de Inteligencia (FSK), que de momento se centró en las tareas de contraespionaje, sólo uno de los campos de operación del desaparecido KGB.
El hasta ahora ministro de Seguridad, Nikolai Golushko, se convirtió en director del FSK.
En paralelo a estas transformaciones, vino la reafirmación diplomática y un viraje nacionalista durante 1993 y parte de 1994 en que perduró mayormente el buen clima en las relaciones con Occidente.
El 3 y el 4 de abril de 1993 Yeltsin sostuvo en Vancouver, Canadá, su primera cita con William Clinton, centrada en los aspectos económicos en la cumbre de esa ciudad canadiense, que prendió una relación de amistad entre dos mandatarios que compartían un carácter abierto a los gestos informales, y durante meses hasta se habló de “luna de miel” entre las dos potencias.
Clinton opinaba que invertir en Rusia ahora suponía invertir “en el futuro de América” y presentó un decálogo de actuaciones concretas y multisectoriales, desde financiación directa a programas de reconversión.
Las ayudas tomaron concreción en la XIX Cumbre del G-7, en Tokio, del 7 al 9 de julio de 1993, a la cual Yeltsin asistió como invitado a partir del segundo día y, por boca de Clinton y el primer ministro japonés Kiichi Miyazawa, le fue confirmada la concesión de la espectacular suma de 43.000 millones de dólares entre fondos ya apalabrados y los nuevos.
Parte de esta ayuda se iba a conceder con rapidez y el grueso iba a depender del curso de los acontecimientos en Rusia.
Las partidas principales de este monto iban dirigidas a los fondos para la privatización de empresas y la estabilización del rublo, a programas de asistencia técnica y a créditos a la exportación.
Al regresar a Moscú, Yeltsin dispuso una serie de decretos para acelerar la reconversión económica conforme a las demandas de sus fiadores internacionales; así, el 24 de julio comenzó una draconiana regulación monetaria para atajar la hiperinflación (el índice superó el 2.500% anual al finalizar 1992).
Esta estaba acompañada de un gigantesco déficit fiscal (del 20% del PIB en diciembre); pero la convulsión social provocada fue tal que el gobierno hubo de ampliar los plazos y modalidades para el canjeo de los billetes viejos.
Si la cooperación económica se enmarcaba en la confianza y el optimismo -los voluntarismos de Estados Unidos y Alemania fueron decisivos en esta vasta operación de ayuda a Rusia-, las relaciones políticas aún discurrían también por una senda similar.
Aunque la posición proserbia de Moscú chocaba con las simpatías promusulmanas de Washington, la negativa de los aliados occidentales a intervenir en la cruenta guerra de Bosnia-Herzegovina permitió la exploración conjunta de soluciones negociadas, como el denominado Programa de Acción Común anunciado el 22 de mayo por Rusia, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y España.
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