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sábado, abril 27, 2024

Tzintzuntzan y Pátzcuaro, las puertas del cielo

Luis Alberto García / Ihuatzio, Michoacán

*Ambas ciudades fueron las capitales de un imperio.
*Con Pueblo en vilo, González y González fundó la microhistoria
*Cuenta que los purhépechas llegaron de las Siete Cuevas.
*Se asentaron junto a un gran lago, entre pinos y encinos.
* “Penachos verdes, blancos y pescados del mar”.

Luis González y González, escritor, catedrático e historiador multipremiado, nacido en 1925 en San José de Gracia, Michoacán, es considerado el fundador de la microhistoria mexicana, autor de clásicos en esa materia, quien en 1968, con Pueblo en vilo, quiso reconstruir la dimensión temporal de su lugar de origen.
Al respecto, en su monografía Michoacán (Fonapas, México 1980), don Luis cuenta que, según la Relación de Michoacán sobre la cultura purhépecha -que él denomina “phoré”-, sus ocupantes vinieron de las Siete Cuevas guiados por Ticátame, el mismo que primero les ordenó quedarse en un cerro cercano a Zacapu, en el norte de ese territorio.
Durante casi dos siglos carecieron de un lugar fijo para vivir, con una capital movediza antes de establecerla definitivamente en la orilla de un gran lago, en Pátzcuaro, en una “ladera toda cerrada con pinos y encinos grandes, en un sitio oscuro de tan boscoso”.
Ahí -prosigue el académico quien, enfatizó en el tratamiento de cuatro elementos para abordar sus análisis: el espacio, el tiempo, la sociedad y las vicisitudes-, pudo comprender a cabalidad la razón de ser de las antiguas civilizaciones como la purhépecha.
Los fundadores de Tzintzuntzan y Pátzcuaro construyeron sobre piedras muchas casas para los hombres, pues, según pensaban ellos, “esas eran las dos puertas del cielo por donde descendían y ascendían los dioses, en un reino situado en ambas riberas lacustres gobernadas por Tariácuri, cazonci educado por los de Curínguaro, adoradores de Curicaveri.
Conforme a los consejos de sus maestros, Tariácuri desde niño llevó leña y fuego a los adoratorios, y también por consejo de los sacerdotes, al salir de la adolescencia persiguió y ejecutó a los asesinos de su padre.
Este soberano da una idea de lo que fueron los primeros tiempos de lo que iba a ser el imperio purhépecha, quedando de relieve -escribe Luis González- que, al comienzo, sus reivindicaciones las dirigió en contra de los habitantes de Jarácuaro o Xarácuaro, pobladores de las islas del lago de ese nombre.
Luego de algunos combates, Tariácuri se fue de Pátzcuaro y anduvo errante y “trajo a su vuelta penachos verdes y blancos, collares de turquesa, de oro y de plata y collares de pescados del mar”, lo cual indica que llegó a las costas del Océano Pacífico, hasta Zacatula, casi en la desembocadura del río que sería bautizado por los españoles como “de las Balsas”.
Antes de morir en diciembre de 1987 en su pueblo natal, Luis González y González ya había dedicado uno de los capítulos de su libro, a narrar partes de la vida de Tariácuri, quien dispuso la muerte de su hijo Curátame “por contraer el vicio de la embriaguez”, deshaciéndose de él, para luego hacer desaparecer a varios aspirantes a sucederlo.
De esa manera empezó a conformarse la corte de tan noble, temible y sabio personaje, quien dio a su hijo Hiquíngari el oficio de “sacrificador”, y así ponerlo en aptitud de ser un buen jefe, como haría con Hirepan y Tanganxoán I, sus jóvenes parientes.
Convencido de las cualidades de mando y carácter de los tres, los reunió y les dijo: “Ya no habrá más señores en los pueblos. Por los pocos servicios que hacen a las divinidades y por los presagios no habrá más que tres cazonzi o reyes, a los que ordenó edificar un adoratorio y encabezar una guerra”.
El objetivo era conseguir prisioneros para, sin contemplaciones, sacrificarlos con motivo del estreno del nuevo templo, y apenas hecha su consagración, tras decapitar a un buen número de ellos, Tariácuri se dispuso a esperar la muerte ya anciano, en 1420, a los noventa años de edad, con sus herederos dispuestos a conquistar otras tierras.
Al emprender sus guerras, los tres extendieron sus señoríos hacia el norte, a Purépero, Paracuarán y Zacapu, y al poniente hasta Cherán, Nahuatzen, Sevina, Pichátaro y Comachuén, y en una posterior campaña hacia el sur, conquistaron pueblos de lengua náhuatl haciéndolos huir hacia las estribaciones de la Sierra Madre Occidental.
Y cuando estaban en la plenitud de su actividad bélica murió Tariácuri, enterrado entonces bajo un tzirimu frondoso, fresno de enormes dimensiones que le debía dar sombra para siempre, en el lugar donde residía Hiquíngari, hecho que permitió a los tres guerreros ampliar arrolladora, indiscutible y hegemónicamente sus dominios.
Al desaparecer Tariácuri -narra Jerónimo de Alcántara en la Relación de Michoacán luego de describir su agonía-, Hirepan llamó a Tanganxoán I e Hiquíngari y les dijo: “Hermanos, ha muerto nuestro tío. Tú, Tanganxoán, vete a Tzitzuntzan; Hiquíngari irá en Pátzcuaro, y yo pondré mi casa y asiento en Ihuatzio, para levantar pirámides en honra de los que vengan”.

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