Rajak B.Kadjieff / Moscú, Rusia
*Una pregunta válida planteada por la oposición.
*Entre el vodka ruso y una salud endeble.
*Imágenes por televisión de un mandatario tambaleante.
*Enfoques neoimperiales y la guerra en Chechenia.
Sobre la fallida actuación, vergonzosa acción y ridículo papel que Borís Yeltsin protagonizó en Irlanda en septiembre de 1993, de vuelta a Moscú el presidente de Rusia explicó el suceso: “Lo único que pasó es me quedé dormido y mis guardaespaldas tenían órdenes de no despertarme”; aunque por doquier se escuchó la versión de un exceso etílico del presidente.
A medida que las cámaras de televisión robaban imágenes de un Yeltsin tambaleante y necesitado del sostén de un escolta o un presidente de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la oposición se preguntó con cierta validez si él no estaría incapacitado para gobernar, bien por su excesiva afición al vodka, bien por un estado de salud endeble y quebradiza.
Estas situaciones excéntricas, insólitas en un estadista, más las destemplanzas verbales que empezaron a adornar su discurso, fueron recibidas con educada cortesía por unos dirigentes occidentales.
Por un lado estaban impacientes por la incapacidad de Rusia para levantar cabeza pese a los miles de millones invertidos y desconcertados por el carácter cambiante de su primer dirigente, y por el otro pensaban que Yeltsin al menos era un líder razonable, abierto a las relaciones personales y comprometido con la superación del pasado de su país.
Las humoradas y los síntomas de debilidad física de Yeltsin, en cambio, disgustaban profundamente a la opinión pública rusa, que sentía que su presidente era objeto de chanza por los extranjeros y le hacía un flaco favor a la imagen internacional del país, en lo sucesivo tan susceptible de compararse en su trayectoria con la crecientemente errática actuación de su máximo responsable.
A medida que curtían su discurso ante Occidente, Yeltsin y sus colaboradores también desplazaron su concepto de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) hasta hacerla una especie de instrumento al servicio de un proyecto de reconstrucción nacional ruso.
Organización que no terminaba de articularse como un verdadero espacio común en lo político, lo económico y lo militar, y pálido remedo, por ejemplo, de la Unión Europea (UE), la CEI, a iniciativa rusa, siguió aprobando un rosario de acuerdos de integración.
En su aplicación no confiaban la mayoría de los socios, cada vez más dispuestos a trabar alianzas bilaterales y subregionales para beneficiarse o defenderse de la omnipresencia rusa, según fueran los intereses de cada república.
En el bienio 1993-1994 la vigorización de la CEI por la iniciativa interesada de Moscú registró varios éxitos que, de pronto, fortalecieron la respetabilidad y el prestigio de Yeltsin entre sus colegas.
Cuando en la cumbre de Ashjabad en diciembre de 1993 tocó elegir el primer presidente de turno de la CEI, no había duda de quién debía iniciar la rotación.
Se dio el hecho de que aquellos mandatarios quejosos e irritados por lo que consideraban injerencias y hasta conspiraciones de inequívoca procedencia rusa, tendían a no incriminar personalmente a Yeltsin y a descargar las responsabilidades sobre “fuerzas ocultas”, “servicios de inteligencia” y “partidos de la guerra”.
En la cumbre de Moscú del 24 de septiembre de 1993, en plena crisis con los diputados, Yeltsin consiguió que nueve presidentes -todos excepto el ucraniano Kravchuk y el turkmeno Saparmurat Niyazov, los cuales prefirieron observar su evolución- suscribieran el Tratado de Unión Económica.
Este preveía la libre circulación de mercancías en el espacio de la CEI, la unificación de los regímenes aduaneros y una geometría variable para las políticas monetarias nacionales, crecientemente reacias a la permanencia en el área del rublo.
Azerbaidzhán, cuyo presidente Heydar Aliev -un veterano y alto jefe de la nomenklatura que hasta el final había permanecido leal al Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) – acababa de llegar al poder en Bakú en una jugada de la que no estuvo ausente la inteligencia rusa, y confirmó su regresó a la CEI, de la que se había separado el anterior presidente, el nacionalista Abulfaz Elchibey.
Poco después, el 22 de octubre, era Eduard Shevardnadze quien, tras varios meses de resistirse, metía por decreto a Georgia en la CEI.
El atribulado ex ministro de Relaciones Exteriores soviético ya dependía de los rusos para mantener pacificada Osetia del Sur, acababa de perder la guerra con los secesionistas de Abjazia por la calculada ambigüedad de esos mismos efectivos y ahora hacía frente a una peligrosa rebelión de los gamsajurdistas, así que no tuvo otro remedio que pedir el auxilio de Moscú.
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