Gregorio Ortega Molina
Desde el momento en que se firmó el TLC, nuestros gobiernos (PRI-PAN) se avocaron a “intentar” resolver las asimetrías que determinan nuestras diferencias en los niveles de desarrollo económico, formación educativa, instituciones legales y equidad en el combate al crimen organizado, pero olvidamos la que es, querámoslo o no, la llave para todo entendimiento: la diferencia racial, que establece pautas de comportamiento distintas, es fuente de un concepto civilizatorio ajeno al modelo sembrado aquí por los españoles, en el que la supremacía blanca -como norma- regresa con fuerza cada tanto tiempo.
Ese deformado e impuesto concepto de diferencias raciales, vigente desde los inicios de la civilización, también influye en las divergencias acerca de cómo han de gobernarse las naciones de América. No le demos vueltas, las normas aceptadas en 2001 y firmadas por todos los participantes, son absolutamente claras. Transcribo para evitar equívocos.
“El artículo 19 de la Carta Democrática Interamericana firmada en septiembre de 2001 establece que la ruptura del orden democrático o una alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático en un Estado Miembro constituye, mientras persista, un obstáculo insuperable para la participación de su gobierno en las sesiones de la Asamblea General, de la Reunión de Consulta, de los Consejos de la Organización y de las conferencias especializadas, de las comisiones, grupos de trabajo y demás órganos de la Organización (de Estados Americanos)”.
Las reglas parecen claras, en su momento fueron firmadas por los representantes de los Estados miembros y avaladas por sus gobiernos. Hoy no les gustan; en lugar de argumentar rechazan y hacen berrinche, para significarse como líderes en una cerril actitud. Estos apocados líderes que se niegan a asistir porque Estados Unidos se conduce de manera excluyente, debieran hacer públicas sus opiniones sobre las razones estadounidenses para considerarlas excluidas de la Cumbre de las Américas.
Naturalmente en la muy peculiar inclusión que los gobiernos estadounidenses hacen de las naciones de América en sus programas de desarrollo e integración, lo que priva es el interés del proyecto que dejó claro, desde entonces, la Doctrina Monroe.
Para que entiendan su dislate, recomiendo -a los asesores del presidente Andrés Manuel López Obrador- la lectura de dos ensayos clave que nos permiten saber en qué parte del Hemisferio estamos parados. Destino Manifiesto, sus razones históricas y su raíz teológica, de Juan A. Ortega y Medina, y Formación de la conciencia americana, tres momentos clave: Walker el filibustero y el Destino Manifiesto. La agresión europea y la Guerra de Secesión, y Panamá y América, 1903.
De todas formas, los dólares, limpios o sucios, escurren y resuelven.
www.gregorioortga.blog @OrtegaGregorio
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