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viernes, noviembre 22, 2024

La santa paz reina en Oaxaca

Adrián García Aguirre / Oaxaca, Oax.

* El legado originario quedó en la antigua Huaxyacac.
* Tradiciones culturales e históricas en la Antequera colonial.
* Santo Domingo y otros símbolos del refinado arte español.
* Estallido de color en los mercados y alegría en las fiestas.
* Quesillo, cecina, crema, tlayudas y chapulines fritos.
* Monte Albán, Mitla, Zaachila, Yagul y otros vestigios.

El sol ilumina los parajes ancestrales de Oaxaca -la antigua Segura de la Frontera fundada en 1528 por Nuño de Mercado-, capital de un estado sellado por la historia desde tiempos inmemoriales, que es estallido de color en sus mercados, sus tradiciones, música, museos, costumbres y sabores, con sitios de belleza indescriptible que, merecidamente, la llevaron a ser considerada Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Rica en tradiciones culturales infinitas, Huaxyacac, la región milenaria cuyo nombre significa la Cima de los Guajes, fue sede política y militar de la cultura mixteca asentada en las portentosas ciudades-fortalezas de, Mitla, Monte Albán y su Tumba 7 descubierta por Alfonso Caso en 1949 para honra nacional, convertidas con los años en los sitios prehispánicos más visitados del país.

Antes de entrar al centro histórico citadino nos da la bienvenida la estatua de un guerrero de bronce que ejecuta la Danza de la Pluma, rodeado de esculturas femeninas que simbolizan la Costa, el Istmo, las Sierras Norte y Sur, Tuxtepec, la Cañada, la Mixteca y la Cuenca, regiones que, en 570 municipios distribuidos en una superficie de 90 mil kilómetros cuadrados, albergan a 16 grupos étnicos de los 62 que existen en la nación.

La vista es magnífica desde las estribaciones del cerro de San Felipe del Agua, de donde se ven nuevas residencias, combinadas al fondo con los símbolos eternos del arte colonial español y la luminosidad de los antiguos caseríos, en los que predominan los colores blanco y rosa mexicano, evolucionados a la par del tiempo en esta añeja Antequera con sus destellos arqueológicos.

Nos quedamos cortos al intentar describir lo que significa esta población con su viejo acueducto que parte justamente de la montaña, hasta llegar a dos calles de la casa del padre Antonio Salanueva, preceptor y guía intelectual del licenciado Benito Pablo Juárez García, prócer, mandatario y artífice de la Patria restaurada en 1867, para seguir así hasta el convento y templo de Santo Domingo.

Ahí nos encontramos con ambos monumentos religiosos de fachada barroca e interiores únicos en su género, en los cuales está la genealogía de los dominicos, con la bóveda del coro tachonada de una ornamentación y suntuosidad exuberantes, parte de la pluralidad estética de la ciudad, sin que se llegue a fatigar la emoción arquitectónica, abrumadora por sus dimensiones.

Una caminata por el andador turístico y cultural de seis cuadras, hasta las confluencias de las calles donde se ubican el teatro Macedonio Alcalá y la Catedral, es más que suficiente para dejarnos gratificados, porque nos topamos con librerías, galerías, bares y restaurantes como el Pitiona, que ofrece mezcales y platillos inigualables.

Además, hay hostales, posadas y cocinas donde se elabora chocolate casero, dulces, moles en todos sus colores y sabores, tiendas de artesanías con los celebérrimos textiles y tejidos indígenas oaxaqueños, entre los cuales transitamos hasta llegar a la Plaza de Armas.

Ésta es ruidosamente concurrida, de abundancia tropical, entre las sombras que dan sus árboles espesos, oscuros en la resolana, frescos en el calor, con paseantes incansables en sus cuatro costados bordeados de mesas que brotan en los portales, enseñándonos que la vida provinciana tiene sencillez edénica, entre fiestas patronales interminables y otros acontecimientos sociales y religiosos igualmente respetables y conmovedores.

“La santa paz reina en Oaxaca”, escribió sabiamente el cronista don Manuel Toussaint, mientras nos encaminamos a la enorme conurbación, a la docena y media de municipios y pueblos que son cinturón de la capital oaxaqueña, entre otros Ocotlán de Morelos, en cuyo mercado despacha desde su fonda una sofisticada mujer idéntica a Frida Kahlo, la musa mayor del gran Diego Rivera.

Como en el mercado “Benito Juárez” de la capital estatal, en el de Ocotlán encontramos enormes sombreros negros “Panza de Burro” y otros artilugios para la cabeza, rebozos, faldas y huipiles bordados, alfarería, utensilios de cuero y cobre, comida y más comida: quesillos, crema, cecina, tlayudas, chapulines fritos enchilados y nieve de leche quemada.

Ésas y otras excentricidades culinarias forman parte, sin duda, del paisaje sintetizado en una frase de nueve palabras del poeta chileno Pablo Neruda: “México y Oaxaca son sus mercados y sus paliacates”.

El camino nos lleva a San Martín Tilcajete, donde, con las manos, Zeny y Reyna Fuentes realizan en su taller un rito cultural de tres generaciones, consistente en el tallado y pintado a mano de los alebrijes, extraordinarias piezas zoomorfas de madera -jaguares, ardillas, lagartos, tucanes, loros en todos tamaños-, similares a los seres salidos de la imaginación de Rufino Tamayo y Francisco Toledo, geniales artistas plásticos, orgullos de Oaxaca y Juchitán.

En San Bartolo Coyotepec también hay la tradición generacional de alfarería en barro negro que persiste desde hace casi un siglo, resguardada en los descendientes de doña Rosa Real de Nieto, cuyos diseños exclusivamente decorativos más utilizados son las aves, sin que falten ollas y enseres de uso múltiple, en una selección de objetos que muestran la grandeza y maestría artesanal de los habitantes originarios del valle de Oaxaca.

La culminación del periplo turístico culminó en San Jerónimo Tlacochahuaya con su templo de murales restaurados y su órgano monumental del siglo XVII; Santa María del Tule, donde hace veinte siglos empezó a crecer el sabino o ahuehuete más grande del mundo, que concita el interés científico y la curiosidad de propios y extraños y, por supuesto, la Mezcaloteca de la familia Ochoa.

En Reforma 506, en el mero centro capitalino, está la diminuta cantina donde se conserva y difunde la tradición nacional de destilados de origen que, sin apelaciones, deben cumplir los requisitos debidos, como lo explicó Marco Ochoa al realizar una degustación o saboreada, en la que participaron maestros mezcaleros quienes, con once criterios creados por los pobladores de las regiones productoras, detallaron la forma de identificar los genuinos de los apócrifos.

La despedida a este viaje la vivimos desde las alturas del cerro del Fortín -donde el primer lunes de julio de cada año se celebra la Guelaguetza-, bajo una luna llena espectral que iluminaba la joya mixteca, la ciudad de Oaxaca, a la que siempre deseamos –como dijo el maestro Toussaint-, buena salud y que la paz siempre quede con ella.

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