Francisco Medina
El 9 de noviembre de 1989, finalmente, y después de una breve conferencia de prensa realizada por el jefe de prensa del Partido Comunista oriental, se anunció, visado mediante, la libertad para viajar hacia la otra Alemania o a cualquier parte del mundo, elecciones libres y la configuración de un Nuevo Gobierno. Ello pareció anunciar por fin el desmoronamiento de la aterradora estructura de hierro, cemento y alambre que por casi tres décadas aisló brutalmente a todo un pueblo.
Entre 1961 y 1989 más de 5.000 personas trataron de cruzar el muro y más de 3.000 fueron detenidas. Alrededor de 100 personas murieron en el intento, la última de ellas el 5 de febrero de 1989.
En el Museo del Muro de Checkpoint Charlie se narran las historias más curiosas de cómo la gente consiguió cruzar el muro.
Después de 28 años de oprobio, las políticas reformistas impulsadas desde mediados de la década de 1980 en la Unión Soviética por el líder soviético Mijail Gorbachov se tradujeron en la decisión de abrir poco a poco las fronteras de la República Democrática Alemana.
Los alemanes del este reaccionaron de inmediato. Miles de berlineses, tanto del lado oriental como occidental, se aglomeraron frente al muro y sus barreras fronterizas tomando parte ese mismo día en una de las acciones político-sociales más relevantes del siglo XX: la caída del muro de Berlín.
Muchos jóvenes alemanes orientales, con pequeñas mochilas al hombro, vacilaron antes de saltar el Muro. Una hora antes, sólo aventurarse cerca de la barrera habría significado la muerte inmediata. Pero ahora muchas manos desde el otro lado se extendieron para ayudarlos. Como tantos otros, esa larga noche del jueves 9 de noviembre, saltaron finalmente las barreras que fueron completamente inútiles, paseándose felices por las iluminadas calles de Berlín Occidental.
Otros, en tanto, con martillos e improvisadas picas en las manos, compartieron desde arriba del muro la alegría de derribarlo trozo a trozo, muy cerca de la imponente puerta de Brandenburgo. Desde lejos los sombríos policías de la ex RDA observaban recelosos, pero por el otro lado los improvisados anfitriones occidentales se fundieron en un emocionado abrazo con sus visitantes. El canciller de Alemania Federal, habiendo interrumpido abruptamente su viaje a Polonia, acompañado de Willy Brandt y otras personalidades, se mezclaron con la multitud para dar la bienvenida a los recién llegados.
La acelerada desintegración del aparato político de la Alemania Oriental, primero a las órdenes del anciano Erich Honecker –quien se refugiaría posteriormente en Chile con su esposa e hija- y luego de Egon Kretz, sólo fue el preludio de un gigantesco desbande. Desde Leipzig hasta Dresde, más de un millón de alemanes se movilizaron exigiendo libertad de expresión y movimiento, liberalismo político, cese de discriminaciones y privilegios y el reconocimiento oficial de los representantes de los partidos políticos de oposición. El socialismo soviético había caído y, con él, su “muro de la vergüenza”.
Los primeros martillazos
La caída del muro vino motivada por la apertura de fronteras entre Austria y Hungría en mayo de 1989, ya que cada vez más alemanes viajaban a Hungría para pedir asilo en las distintas embajadas de la República Federal Alemana. Este hecho, motivó enormes manifestaciones en Alexanderplatz que llevaron a que, el 9 de octubre de 1989 el gobierno de la RDA afirmara que el paso hacia el oeste estaba permitido.
Ese mismo día, miles de personas se agolparon en los puntos de control para poder cruzar al otro lado y nadie pudo detenerlos, de forma que se produjo un éxodo masivo.
Al día siguiente, se abrieron las primeras brechas en el muro y comenzó la cuenta atrás para el final de sus días.
Una vez liberados, familias y amigos pudieron volver a verse después de 28 años de separación forzosa.
El Muro de Berlín dividió la ciudad en dos partes durante 28 años.
La negra historia del muro
Como en toda guerra, sucede que al llegar a su fin los vencedores toman derecho sobre las tenencias de los vencidos. La Segunda Guerra Mundial no sería una excepción. A su término Europa se conformaría como el tablero de ajedrez en el cual las dos superpotencias que resultaron de ella se repartirían el botín. La derrota de Hitler dejaba un territorio huérfano de soberanía en el corazón de Europa que habría de repartirse entre la Unión Soviética y -con el papel marginal de los estados europeos, completamente devastados por la guerra- los Estados Unidos.
Fue de este modo que tras la Conferencia de Yalta, Alemania quedó dividida en cuatro sectores de ocupación: el soviético, el estadounidense, el francés y el británico. Cada uno de ellos sería gobernado por un representante militar designado por el país y encargado del control la zona, acordándose que cada una de ellas sería independiente política y administrativamente.
Tras el reparto, la ciudad estado de Berlín quedó íntegramente bajo control soviético, no obstante, al tratarse de la capital, las partes interesadas estuvieron de acuerdo en crear una administración controlada por los cuatro países.
Como era de esperar, pronto las malas relaciones entre comunistas y aliados fueron paulatinamente en aumento hasta llegar al punto en que surgieron dos monedas, dos ideales políticos y, finalmente, dos alemanias. De este modo, el 7 de octubre de 1949, el país germano quedaría dividido: por un lado los 3 sectores occidentales conformarían la República Federal Alemana (RFA) y el sector soviético se convertiría en la que se conoció como República Democrática de Alemania (RDA).
Durante los años siguientes, las diferencias económicas entre ambos sectores -una Alemania occidental que se modernizaba y abría a Europa; y una Alemania comunista hermética y en continua decadencia- propiciaron un éxodo masivo desde el sector soviético hacia el occidental. Se calcula que durante las 2 décadas posteriores a la división, más de 3 millones de personas cruzaron hacia el oeste en busca de prosperidad.
En este contexto social y político, Berlín escenificó el paradigma de la lucha entre facciones. Bajo la premisa de proteger a su población de los elementos fascistas que conspiraban para evitar la construcción de un estado socialista en Alemania del Este, el 13 de agosto de 1961 comenzaría en la capital Alemana la construcción por parte de la RDA, del que sería bautizado oficialmente como “Muro de Protección Antifascista”. Nada podía ocultar sin embargo, que se trataba de un modo de impedir la pérdida de población que sufría la RDA, especialmente de las personas con mayor formación y poder adquisitivo.
Durante los siguientes 28 años, el muro de Berlín fue el ejemplo más evidente de dos maneras distintas de entender el mundo y el símbolo más claro del enfrentamiento entre los bloques socialista y capitalista, que convergían en una Alemania dividida tras la Segunda Guerra Mundial, de una forma tan dura como el hormigón del muro que los separó.
La construcción del muro
La maltrecha economía soviética y la floreciente Berlín occidental hicieron que hasta el año 1961 casi 3 millones de personas dejaran atrás la Alemania Oriental para adentrarse en el capitalismo.
La RDA comenzó a darse cuenta de la pérdida de población que sufría (especialmente de altos perfiles) y, la noche del 12 de agosto de 1961, decidió levantar un muro provisional y cerrar 69 puntos de control, dejando abiertos sólo 12.
A la mañana siguiente, se había colocado una alambrada provisional de 155 kilómetros que separaba las dos partes de Berlín. Los medios de transporte se vieron interrumpidos y ninguno podía cruzar de una parte a otra.
Durante los días siguientes, comenzó la construcción de un muro de ladrillo y las personas cuyas casas estaban en la línea de construcción fueron desalojadas.
Con el paso de los años, hubo muchos intentos de escape, algunos con éxito, de forma que el muro fue ampliándose hasta límites insospechados para aumentar su seguridad.
El Muro de Berlín acabó por convertirse en una pared de hormigón de entre 3,5 y 4 metros de altura, con un interior formado por cables de acero para aumentar su resistencia. En la parte superior colocaron una superficie semiesférica para que nadie pudiera agarrarse a ella.
Acompañando al muro, se creó la llamada “franja de la muerte”, formada por un foso, una alambrada, una carretera por la que circulaban constantemente vehículos militares, sistemas de alarma, armas automáticas, torres de vigilancia y patrullas acompañadas por perros las 24 horas del día. Tratar de escapar era similar a jugar a la ruleta rusa con el depósito cargado de balas. Aun así, fueron muchos los que lo intentaron.
En 1975, 43 kilómetros del muro estaban acompañados de las medidas de seguridad de la franja de la muerte, y el resto estaba protegido por vallas.
Berlín: el concierto de la libertad
El 11 de noviembre de 1989, dos días después de la caída, el violonchelista Mstislav Rostropovich, que vivía en el lado este de Berlín, se sentó junto a las ruinas del Muro que la gente seguía derribando y con el fondo de los martillos empezó a tocar desprevenidamente la Suite para violonchelo n. 2, de J. S. Bach, en la que sería la interpretación más feliz de su vida.
La Novena de Beethoven, dirigida por Leonard Bernstein, justo unos días después de la caída del Muro, tuvo un simbolismo histórico en el momento en donde el mundo se redefinía.
El compositor y director de orquesta estadounidense Leonard Bernstein viajó pronto a Berlín para celebrar la caída del Muro y la apertura de la puerta de Brandeburgo. Tenía 71 años, estaba enfermo y moriría en menos de un año, pero aun así dirigió dos conciertos con una obra emblemática: la Novena Sinfonía, de Ludwig van Beethoven, célebre por la Oda a la Alegría, poema de Schiller que aparece en el último movimiento, la misma oda que unos meses antes había sonado amplificada en altoparlantes por los estudiantes en China en el penoso episodio de la Plaza Tiananmén. La misma que cantaban los prisioneros de Pinochet.
Bernstein dirigió el primer concierto en la noche del 23 de diciembre, en el lado oeste de la ciudad. El segundo tuvo lugar en el Schauspielhaus del lado este. La orquesta estuvo integrada por músicos de la Filarmónica de Nueva York, la Orquesta Sinfonía de Londres, la Orquesta de París y la Orquesta del Teatro Kirov de Leningrado, agrupaciones de los cuatro países que hasta el momento ocupaban la ciudad. Los solistas fueron June Anderson, Sarah Walker, Klaus König y Jan-Hendrik Rootering. El gran coro estaba constituido por miembros del Coro de la Radio Bávara y del Coro de la Radio de lo que había sido Berlín del Este, además del Coro de niños de la Filarmónica de Dresde. Fuera del teatro, en una plaza de Berlín se congregaron 6.000 personas para presenciar el concierto en pantallas gigantes en la transmisión en directo que llegó, además, a más de veinte países. Uno de los momentos más sublimes en la historia de la música es cuando solistas, orquesta y coro cantan: Alegría, bella chispa divina, hija del Elíseo… tu hechizo vuelve a unir lo que la rígida moda rompiera; y todos los hombres serán hermanos bajo tus suaves alas.
Para la ocasión, el director decidió cambiar la palabra Alegría (Freunde) por Libertad (Freiheit) pues consideraba que la hermandad solo se puede dar en libertad y “a Beethoven no le hubiera importado”.
La música, la educación y la justicia social eran lo más importante en la vida de este grandísimo director, quien consideraba la obra de Beethoven “una lucha por la paz, por la realización del espíritu, por una alegría serena y triunfal. Y eso lo logró con su música… Debería ser posible para nosotros aprender de su música, al escucharla con todo nuestro poder de atención y concentración. Así, tal vez podamos llegar a ser algo digno de ser llamado raza humana”.
AM.MX/fm
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